Cuando
desperté, traté de recordar lo sucedido pero no pude, me resultó casi
imposible. Una tremenda jaqueca parecía taladrar el epicentro del umbral,
escondido en alguno de los lóbulos del cerebro.
Traté de recordar, y poco a poco las ideas
fueron quedando sobrepuestas como las piezas de un rompecabezas inconcluso. En
el armario había un paraguas, una gabardina raída, un par de zapatos de hule
gastados, una bufanda descocida y un olor a viejo que abofeteó mi olfato sin
misericordia. Me perdí en el rojo sangre del amanecer de un jueves cualquiera.
La luna oval del tocador veneciano estaba
rajada, en alguna parte de sus astillas parecía estar escondido el trasgo de la
inseguridad y del infortunio. Sobre el tapete persa se encontraban los
alcatraces marchitos y las amapolas sin aroma, había muñecas con cara de
porcelana y vestiditos de organdí colocadas en armarios Regencia, un libro con
poemas de T. S. Eliot bajo las mesitas de taracea, cálices de plata repujada,
una otomana del tiempo de los zares y un clavicordio Pleyel. Al volverme hacía
atrás me topé con un Cezanne, y de pronto recordé todo, una sucesión de
imágenes insólitas abrevaron en el laberinto interminable de mi memoria.
Esa tarde de noviembre llovía, y el mundo
parecía cubierto de una atmósfera acuosa y benévola, grávida de corpúsculos
pluviales. Entonces tocaste a la puerta y al entrar, el gris de las horas
inútiles se diluyó en un suspiro continuo. Te veías hermosa con el cabello
mojado y escurriendo agua por la gabardina, dejaste el paraguas en el quicio de
la puerta y te quitaste la bufanda y los zapatos de hule. Te recuerdo con el
rostro salpicado de gotas minúsculas y el corpiño húmedo dibujando el contorno
de tus pechos, y la falda de algodón dibujada a tus caderas. Nos miramos
intensamente y el silencio dijo más que las palabras, y ahí, junto al fogón
encendido resplandeció la ceremonia secreta de nuestros cuerpos.
Nuevamente se hizo el silencio, y por
mucho tiempo dejaron de acudir a la cita las notas tristes del clavicordio. Mi
corazón se llenó con el rumor sordo de cientos de polillas desorientadas, y mi
aliento con el olor fétido de las criptógamas en descomposición.
Ahora, veinte años después de aquella tarde
memorable de noviembre, aún no me acostumbro a tu ausencia, no puedo perdonar
el vacío de tu cuerpo y el sonido cada vez más lejano de tus palabras. Abandoné
para siempre la escopeta, el cuerno de caza y los lebreles. Y me siento
impotente, lleno de cólera, con los puños cerrados, rumiando un hálito de
ansiedad que no he podido sofocar desde entonces.
José González Gálvez
Coatzacoalcos,
octubre de 1989
Análisis del
texto:
Tema: el
amor
El motivo:
la rememoración del encuentro amoroso
Elementos:
el tiempo, la atmósfera creada, el dolor por el amor ido, la vejez.
El primer párrafo gira en torno a la
palabra umbral, esta palabra es la
que le deja el espacio al lector para recrear la imagen que se describe, puesto
que sonora y semánticamente, la palabra se nos aparece como un encuentro que
puede interpretarse de disímbolas maneras –ahí la ambigüedad de la obra- a
partir de esta palabra el lector encontrará motivos suficientes para adentrarse
en el mundo que nos propone.
El segundo párrafo es el planteamiento
presente, el que hay que tener en la memoria para adentrarse en el desenlace.
Quizá las palabras claves sean rojo
sangre porque dan una idea del estilo del autor; la sugerencia es hacia el
erotismo, porque el rojo sangre sugiere a la pareja sexual a partir de la idea
primigenia de la relación hombre-mujer, claro, girando alrededor de la figura
femenina. Esta idea del amor erótico, se nos reforzará en la octava palabra del
tercer párrafo rajada es demasiado
descarnada y por ello su obviedad, obsérvese que el adjetivo se impone a un
sustantivo femenino y en la siguiente línea, de golpe se nos propone la
atmósfera general de la obra, inseguridad
e infortunio son las palabras
claves por donde el autor le va dando la redondez a la idea que se esta
proponiendo. No se pase por alto otra palabra clave cálices, en ella el autor se adentra en la magia del amor como un
estado religioso: Dios y el amor en su plenitud. Más allá la belleza como
aspiración creando la atmósfera general que prepara su encuentro con el
correspondiente erótico sexual, y no se queda corto: el amor, Dios y la belleza
se pierden por un laberinto interminable.
Del cuarto párrafo solo se salva –literalmente- la última oración: resplandeció la ceremonia secreta de
nuestros cuerpos, adjetivos –su abuso- y las obviedades dan al párrafo la
factura de lugares comunes, pero en el quinto párrafo se nos propone la
ambigüedad, solo alcanzable por sensibilidades exquisitas: la vejez en el
fondo, con su fealdad y lo grotesco de su presencia, sin embargo la forma es
comparable a una tonada: fétido, criptógamas y descomposición le dan al texto su altura y cierre magistral.
El desenlace no podría ser mejor, el autor
juega con los elementos varoniles abandonados, así como en el segundo párrafo
yacen también abandonados los elementos femeninos: hombre y mujer en el tiempo.
El autor es un buceador del erotismo a
partir de la pareja humana, los elementos se enlazan de tal manera que el
relato –salvo las excepciones- se adentra en la insondable realidad del
encuentro sexual.
Julio César
Sánchez Narváez
Imagen:
Carla Ripey