miércoles, 7 de diciembre de 2016

ODA A LOS PIES


                                                                      La huella de su pie
                                                     es el centro visible de la tierra.
                                                    Octavio Paz

                                                    Tus pies toco en la sombra.
                                                     Pablo Neruda


Es tarde, el horizonte dibuja colores sepia
matices donde tus huellas me persiguen sin sosiego.
Amo ser tu amante clandestino
es un fetichismo arriesgado
que supera la crisis
de un día trastocado en nocturna noche.
Tus pies enormes me enloquecen
me provocan tus dedos
que danzan libres, sin prejuicios
sobre mi amor impostergable
una llama votiva que resplandece
en el aroma de mi cuerpo abierto.
Quiero oler tus pies, besarlos, lamerlos
hasta que mi boca se ensanche como pez barbado
en movimientos continuos, acompasados
sutil latido en tierra fértil, humo que asciende.
En mi pupila trastornada la luz es ciega.
Deseo que camines en mi espalda
mapa terrestre conquistado
cielo aplacado y dividido
cordillera ósea hasta el coxis.
El crujido de hojas secas en el suelo
es polvo que se convierte en nubes
nervaduras que parecen osarios.
Tu dedo primero horada
el anillo que se sujeta y no cede.
Quiero que tus dedos como peine
acaricien mi cabellera olorosa a cedrón
que tus pies y los míos se tallen y entrecrucen
en un lenguaje secreto, primitivo.
Sueño que el arco de tus pies se amolda
a la curvatura de mis nalgas
a mi sueño de ser tu esclavo
a pertenecerte para siempre
arrastrándome y seguir tus huellas
saboreando el almizcle que tengo pegado en la lengua.
El día derrama luminosidad y me reconoce
sometido a tu capricho de rey astro
mi cuerpo es un cuerpo entregado, sumiso.
Puedes desbaratarme  
reconstruirme cuando te plazca.
En mi sueño pintado de añil
tus pies son la saeta que me atraviesa
una vez más hasta el infinito.

Junio de 2015 

lunes, 14 de noviembre de 2016

LA CREACIÓN SEGÚN KAFKA




Cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita noche   en su palacio fétido el minotauro. 
Jorge Luis Borges

Acabado el espectáculo de todas las noches, Arlequín, sombrío, terminó como siempre mirándose al espejo. Una palomilla nocturna se posó en su cara. Inmutable dejó que el insecto caminará sin temor en la frente arrugada por tanto maquillaje de años. Dos lágrimas de sal como las que lloran la gaviotas, rodaron por el rostro cubierto con polvos de arroz. Gotas diminutas que corrieron veloces hasta empapar el pecho inmóvil.

Un girasol enorme incubó en su garganta, y al tratar de rotar buscando la luz, las raíces desorientadas se desparramaron furiosas y le brotaron a través del ombligo.

La palomilla voló perturbada hasta quemarse en el quinqué de la esquina. Un chispazo púrpura despertó al bufón de su duermevela. Presuroso se despintó la máscara de siempre, la cara blanca y los labios profundamente rojos, se desabrochó la gorguera con escarolas y los puños almidonados; con trabajo se movió para quitarse el traje ajustado de cuadros azules y negros, y las chinelas gastadas.

Desnudo salió a bañarse con la luz fría de la luna. Los pectorales se tensaron y las tetillas quedaron rígidas, erectas. Sus grandes manos se abrieron como abanicos llenos de felicidad y el cuello se agrandó hasta que las venas se hicieron visibles. A lo lejos escuchó los crótalos de las bailarinas que trajeron de la Rusia imperial y sonrió eufórico. Espabilado siguió corriendo en un laberinto interminable como el de Creta, con sus paredes de arcilla y el suelo de tierra firme apisonada. Sus muslos de atleta estaban abultados y los pies enormes dejaban huellas fáciles de encontrar.

Salió exhausto, se tiró al suelo sin poder moverse, boqueando por la falta de aire. Una pelusa parda y maloliente de animal cerrero comenzó a cubrirlo, su boca se ensanchó en un hocico lleno de baba, y dos enormes cuernos puntiagudos le brotaron de las sienes. La luna muda como siempre, bañó con exquisitez su cuerpo arqueado. Arlequín, aún alcanzó a ver la palomilla achicharrarse en el quinqué de la esquina. Agónico bramó con furia convertido en Minotauro.

José González Gálvez 

Junio de 2014



domingo, 6 de noviembre de 2016

CASTILLO DE TEAYO

Un farol nos detiene. Un farol rojo que expande su luz y se balancea frente a nosotros. Sólo se ve el farol, la lluvia y la noche cierran la carretera. “¿Qué quieren esos? ¿Dónde estamos?”.

El farol se acerca y alguien, allá en el fondo de la oscuridad, nos dice: “¡Bajen sus luces!¡Favor!¡Favor de hacerse a un lado!”.

La lluvia golpea ahora más fuerte, en ráfagas blancas, mezcladas con neblina.
Por la ventanilla abierta se asoma una cara extraña, como de cobre: “No se puede seguir más allá – dice. Se ha derrumbado el paredón en Mata Oscura. No hay paso. Eso es todo. Pueden volverse a poza rica o quedarse aquí. Como quieran”.

Es un soldado. Detrás de él está un rifle por el que escurre el agua en hilos brillantes.
--¿Dónde estamos?¿Qué lugar es este?

Nada. El soldado ha desaparecido.

Se hace un claro en la niebla. Un agujero por donde entra una luz anaranjada como de amanecer, hacia atrás de nosotros. Esa es poza rica. No estamos lejos. Me bajo del automóvil. El volante ha estado en mis manos muchas horas. Se siente pegajoso y resbala con este calor húmedo. Recorro bajo la lluvia una larga fila de coches y camiones que parecen dormidos, ladeados sobre la cuneta. Voy hasta donde está el farol. Pregunto:

--Ese derrumbe…

Diga usted—me interrumpe.

--,.. está más allá de Tihuatlán o antes?

-- Más allá.  En Mata Oscura.

-- Bueno. Déjenos pasar. Nosotros vamos a Tihuatlán.

--Aquí es Tihuatlán--- y señala a su izquierda, hacia la negra noche. Aquí mero es.

--Entonces… podemos seguir, ¿no?

-- Para allá no. Para acá, sí. Ya le dije.

La lluvia escampa. Los faros del automóvil buscan hacia la izquierda y descubren algunas casas entre los matorrales. Aún lado, un camino encharcado.

--¿Este es el camino?

--El camino de Álamo. Sí señor.

-- Pero es que nosotros vamos al camino de Teayo.

--Es igual. Allí adelantito está la desviación.

Entramos. Rodamos lentamente entre los baches un largo trecho, a tientas. Las nubes estaban bajas y de la tierra brotaba una neblina azul. Que ya no lloviera. Pasaron unos hombres.

--¿Dónde está la desviación al castillo?

Nos indicaron una casa de zacate:

--Allí.

--Bien. Muchas gracias.

Nos salimos de la blanca terracería y caímos a un camino negro. El coche todavía caminó un poco más entre el lodazal. Luego se soltó derrapando de un lado para otro hasta que se detuvo, cimbrándose como si lo estuvieran sacudiendo.

Salimos a ver. El barro lo había llenado todo. Aquel coche ya no andaría. Ahora teníamos 14 km por delante para llegar hasta el castillo de Teayo. Ese era nuestro destino.

Caminamos. Buscando con los pies los pedazos de hierba rastrando la brecha, sopesando el barro; resbalándonos y girando como sombras grises en medio de la gris neblina.

A nuestro lado se traslucía la selva. Las ceibas altas, desmembradas, transparentándose a veces. Las parotas avanzando sus raíces hasta el camino. Los otates. Gruñidos de cosas. Palapas de palma quieta, inmóviles bajo el peso de tanta nube. Se oía el croar de las ranas y más que ninguna otra cosa el griterío de los grillos. Todo estaba lleno de ese ruido ininterrumpido y sin ningún silencio. Allí a nuestro lado, espesa, goteando agua todavía, la selva de la huasteca… gruesos goterones de agua que caían y sonaban como un resquebrajadero de ramas. Y ningún olor a tierra. Sólo el grande, abundante y viejo olor verde de la selva.

Caminamos de prisa hacia el poniente, como si nos impulsara la noche. El calor arreciaba. No había aire. La niebla bajaba y subía y se descorría en delgadas desgarradura. Luego volvía a oscurecerlo todo. Así durante más de una hora. Durante más de dos horas.

En el castillo de Teayo la gente estaba dormida. Parecía un pueblo muerto.
Nos sentamos, con los pies agarrotados de cansancio, esperando a que volviera el día, acurrucados bajo un portal, oyendo siempre el sonido cercano de aquel sombrío mar de la Huasteca.

Poco antes del amanecer comenzó a soplar el norte. Llegaba la neblina y se iba arrastrada por el viento. Cuando aclaró seguían pasando nubes, en torrente, cerrando el horizonte. Y conforme crecía la fuerza del viento el cúmulo de nubes iba tomando más altura y avanzaba pesada y lentamente hacia las montañas.

Por el oriente ya se distinguía una pálida claridad amarilla, despejando las orillas de las cosas. Pero de lado de las montañas el mundo seguía siendo gris, cada vez más gris e invisible.

Aquí, frente a nuestros ojos, estaba el castillo. Su forma era extraña en medio de esta soledad no turbada aún por ninguna señal de vida. Lo rodeaba la bruma que salía como vaho de la húmeda tierra y de los mojados muros aplanados por el musgo. Y en el musgo había rocío. Eso es lo que vimos.

Había terminado la noche.

Entonces apareció aquel hombre, alto, delgado, con la camisa abierta y la brava bulléndole por el viento. Se paró frente a nosotros y comenzó a hablar:

--Aquí vinieron a morir los dioses. Se destruyeron los estandartes en las antiguas guerras y los portaestandartes cayeron de bruces, rotas las narices y los ojos ciegos, enterrados en el lodo. La hierba creció sobre sus espaldas y hasta llegó a anidar la nauyaca en el hueco de sus encogidas piernas. Allí están ahora nuevamente, pero sin estandartes, nuevamente esclavos, nuevamente custodios, custodiando ahora la cruz de madera del cristianismo. Se les ve serios, los ojos apagados, las mandíbulas caídas, su boca abierta, desmedidamente clamorosa. Alguien les ha encalado el cuerpo, dándoles la apariencia de muertos amortajados sacados de sus sepulturas.

El hombre es el que habla. Nosotros oímos. El hombre ese, alto, de largas canillas, que parece estar lleno de furia-

--los llevaré a donde están las piedras.

Y vamos con él. El por delante, nosotros detrás. Caminamos por un arroyo de lajas grandes y bien pulidas.

--Con estas lajas construyeron el castillo. También sirvieron para hacer las imágenes de los dioses. Más adelante veremos, como aprovecharon estas planchas de piedra para dibujar historias y para hacer otras muchas cosas que ya no existen.

Eso iba diciéndonos el hombre.

Bajo los zalates, al borde de una cañada tupida de vegetación estaba la gran piedra. En sus orillas crecían helechos de un verde oscuro al igual que los lugares donde no penetra nunca el sol. Y en su parte plana, inclinada ya casi hasta tocar tierra, había unas figuras talladas en relieve. Quizá un sacerdote guiando a sus peregrinos, o tal vez un ejército empenachado de plumas yendo hacia la derrota.

--Porque, ¿hacia dónde sino hacia la derrota fueron estos hombres? Pudieron vencer algunas veces. Pudieron llevar su victoria hasta el mar. Pero ya sus pasos eran igualados, rasados por el destino que los esperaba al final de todo, antes del fin de sus vidas.

“Y aquí está esta historia que no es para entenderse, sino para sentir que querían dejar algo que fuera imperecedero, al menos.”

--Está bien.

--Sí, está bien—Eso decimos.

--Esta cosa no está sola. Hay muchas. Se han llevado algunas, pero todavía quedan muchas. Quedarán siempre. En esos cerros, en aquellos, en aquellos otros hay bastantes. Hemos desenterrado algunas y allí han quedado. Aquí se puede decir que pasado mañana volverán a estar enterradas, porque aquí el monte se reproduce y crece de la noche a la mañana, y a cada rato engorda como un animal. Los llevaría a verlas si no fuera por el pinolillo. Volvamos.

Aquí está de nuevo el castillo. La luz del sol, ya bajo un cielo abierto, relumbra sobre sus muros y en los escalones redondeados por los años.

Hay niños jugando sobre la plataforma. Hoy es un buen día. Se ha ido ya el último norte y pasará alguna semana sin que vuelva el mal tiempo.

Alguien, allá debajo del portal, canta: “Yo tenía mi cascabel…” eso nos recuerda que estamos en Veracruz.

Pero nos devuelve al pasado, cruzando otra vez el tiempo, la voz del hombre:

--Vean. Aquí están. Son los dioses de los huastecos. Vean los penachos levantados en abanico sobre sus cabezas. Vean sus ojos. Son ojos huastecos. Sus narices ya no existen. Fueron extirpadas por el enemigo. Esa era la señal de la derrota. Aquella diosa se llama Centeocíhuatl; es la diosa de la germinación y de la lluvia. Y esta otra es ella también. Quizá aquí se juntaron de distintas regiones para venir a morir. Porque están muertos ¿No lo ven? Ahora solo tienen el valor de las piedras.

Y nos señala un ídolo que, agachado, forma parte del cercado en el corral de una casa.

--Me gustaría decirles cual es el nombre de cada uno de ellos; de este o de aquel, pero no lo sé. Nadie sabe aquí como se llaman. Pero deben tener un nombre. Ya que los hombres lo tienen, con mayor razón los dioses. Pero no lo sé. Esa es Centeocíhuatl, es todo lo que sé.

“Sé también que aquí habitaron lo mejor de los huastecos. Este Castillo era el centro de su ciudad sagrada. Cerrando los ojos puede uno imaginar el teocali mayor y los templos menores repartidos por toda la extensión del valle. Con sus adorados dioses allá arriba, ahora sacrificados. Y este lugar escondido fue descubierto por las avanzadas de los mexicanos, sometiendo a sus hombres. Sin embargo, ellos conservaron a los dioses, porque eran temerosos de los dioses.

“Antes había habido guerras. Y las guerras entre los huastecos contra los totonacos eran largas. Poco sangrientas, pero largas. Duraban casi se puede decir desde la eternidad. En Tepamanchoco, allí a la orilla de la laguna, está el panteón de los guerreros muertos. Y en Tabuco, ya junto al mar, las urnas funerarias donde incineraban a los sacerdotes. Cada hombre o mujer tenía su lugar en este reino. Su lugar para vivir y para morir.

“Tuxpan y Chicontepec, y aquí ya más cerca Tihuatlán, estuvieron muchas veces cubiertos por las hordas guerreras de los totonacos. Y el Castillo de Teayo quedaba aislado, sin defensa ninguna, en manos de ellos. Porque los huastecos se emborrachaban seguido y eso los perdía, y ya no servían para pelear. Pero cuando pasado el tiempo venía el contraataque, los totonacos se ahuyentaban, escondiéndose entre las selvas de Papantla. En esta forma recuperaban su pueblo, pero no sin encontrar a sus dioses con las narices rotas.

“Todo esto se acabó cuando los mexicanos se apoderaron de Cempoala, allá, muy al sur, pegando justo en el corazón de los totonacos. Y casi en seguida cayeron sobre Teayo, haciendo de aquí una colonia militar. Algo así como una cuña encajada entre los dos reinos, con el fin de dividirlos mejor y acabarlos más pronto.

“Pero no fueron los mexicanos los que dejaron esto así como está. No fueron ellos los que mataron a los dioses, bajándolos de sus altares y despedazándolos para después desperdigarlos como piedras inservibles por todas partes. No, los mexicanos se fueron un día a defender su país y ya no volvieron. Quienes acabaron con los dioses de Teayo fue esa gente que se llamó “Gente de razón” y que hizo la conquista de estas tierras…

“…Después fue el tiempo. La falta de Fe, porque la falta de Fe es como la falta de sangre en las venas.

“Así, cuando nuestros padres vinieron a vivir aquí y nos trajeron con ellos para poblar este lugar había una ceiba bien crecida arriba del castillo, y ya no se diga lo demás, pues estamos en mitad de la selva y la selva crece y avanza  a cada rato, y engorda hora tras hora.”

Eso nos platicó aquel hombre. Y nosotros lo oímos sentados en la cima del castillo de Teayo, bajo las campanas, pues esto es ahora el campanario del pueblo.
Desde esta altura se domina todo el valle. Abajo están los ídolos. Unos recostados, otros de pie, algunos tendidos sobre la tierra. Es ya media mañana y el olor de la yerbabuena silvestre sube penetrante hasta nosotros.

Juan Rulfo 1950’s




Fotografías: Juan Rulfo




domingo, 23 de octubre de 2016

CIUDADES DESIERTAS (RESEÑA)

8


Este es un libro que le hormiguea a uno en las manos, que se lee de una sentada y lo deja a uno enfebrecido, gozoso, dispuesto al amor. Si hay hombres como Eligio, la vida merece vivirse, si hay chavos así de generosos, ojalá y volviera yo a nacer en este país de machos con sus venganzas de corrido. Ciudades desiertas es un anti-corrido.
Si Graham Greene, Huxley y Lawrence pasaron su mirada despiadada sobre México, ahora José Agustín –espléndido narrador- nos muestra una mezquina, higiénica e insípida ciudad de los Estados Unidos.
No sólo es válida la crítica de José Agustín a los Estados Unidos, sino estrujante el descenso a los infiernos de Eligio en busca de su mujer, Susana. Nuevo Orfeo, Eligio es un personaje regocijante y libre, un mexicano que todo lo derrite.
Ciudades desiertas es la primera novela verdaderamente antimachista escrita en México, el primer intento de amar en forma rabiosa a una mujer.
Esta novela inmisericorde y quemante como la nieve es un pedestal, un altar en el que José Agustín eleva a la mujer, le reconoce su libertad y su espacio creador.

Elena Poniatowska 
1986

sábado, 6 de agosto de 2016

JORGE LUIS BORGES: LA MONEDA DE HIERRO (FRAGMENTO)



¡Cuántas cosas distintas! Una mitología
de sangre que entretejen los hondos dioses muertos,
los nopales que dan horror a los desiertos
y el amor de una sombra que es anterior al día.

Jorge Luis Borges


ALEJANDRA PIZARNIK: ESTAR (FRAGMENTO)


ALFONSINA STORNI: CARTA 23 (FRAGMENTO)


MARTILLO PARA LOS SUEÑOS




No existe acto más solemne que el estertor agónico.                                                                                                                                              
Akira Kurosawa: Barbarroja

Para Teresa y Emilia, amigas entrañables, fingidas Marquesas de Sade.

Tengo sueño y pronto, muy pronto todo quedará inconcluso como siempre. Rosamunda me tocó el hombro y lentamente me di vuelta para verla. Tenía puesto el vestidito azul que tanto me gustaba, sus botitas de piel, el sombrero de paja, el delantal impecable con sus bolsas delanteras hinchadas, colmadas de hojas podridas y pétalos corrompidos. Sus manos me acariciaron las mejillas. Desperté sobresaltado, eran las ocho menos veinte. Aún sentía los párpados pesados y la habitual somnolencia de todas las mañanas. El dolor de cabeza, puntual como siempre, se instaló a sus anchas. Apreté el botón para no escuchar el ruido destemplado del reloj alarma. Intenté seguir durmiendo. Cerré los párpados lentamente y conté de cinco en cinco hasta lograr el sosiego de mi vigilia terriblemente atormentada. Me dormí. Cuando las oscilaciones Rem se normalizaron acudieron a mi sueño sosegado un cúmulo de imágenes en cámara lenta, dibujos aberrantes de pájaros abiertos y llenos de larvas viscosas.

Rosamunda marchaba delante de mí, radiante, fresca, tarareando rondas infantiles. En sus manos llevaba un reloj de leontina, un compás de agrónomo y una esfera de cristal. La seguía de cerca como se lo había prometido. El bosque tupido, espeso y oscuro, pesado y taciturno, simulaba una escenografía gótica. Un silencio profundo lo embargaba hasta que se vio interrumpido por un bullicio enorme, un estrépito de gorriones ciegos. Frente a nosotros estaba un gigantesco toro negro en actitud de acecho. En sus ojos había una furia incontenible. Una cólera que traspiraba a través de su áspero pelaje.
Ella había enmudecido. Inmovilizada por el pánico, resignada como vestal exangüe, se ofreció al holocausto. Los gorriones revolotearon agónicos.

Desperté bañado en sudor, boqueando, imposibilitado para hablar. Me temblaba todo el cuerpo. No pude contenerme y me oriné en la cama. Todo sucedió en la madrugada de un miércoles. La pesadilla volvió a repetirse como un engranaje turbio.

Han pasado exactamente dos meses desde que inicio mi martirio. He sentido un líquido cáustico que me destruye el cerebro. Un reguero de cristales que se me incrustan poco a poco. Una noche sin poderme contener entré a la habitación de Rosamunda. Acostado, sin encender la luz me abracé a sus almohadas y a tientas busqué su camisón. Tallándome el pene aspiré el aroma frutal de su cuerpo atrapado en el satén blanco.

Otra noche, en el cuarto sórdido de un motel, mi amante estaba vestida con el camisón robado. Mirándola consumido de placer tomé un látigo y comencé a golpearla sin piedad. Ella gemía de placer. Iracundo la penetré salvajemente. A cada movimiento animal, sus espasmos cargados de ansiedad me irritaban. Me retiré enloquecido, metí mis dedos en su vagina trémula y con las uñas la desgarré hasta que sangró. Ella gritaba extasiada.

Me besó en la frente. Quedamos huérfanos desde pequeños y ella ocupó el lugar de nuestra madre. La amé con vehemencia, con una obstinación morbosa. Rosamunda creció ante mis ojos, se transformó en la mujer que no debía de ser. Encolerizado empecé a espiarla a cada momento. Cuando la vi desnuda me sentí enfermo, la miré con repugnancia al descubrirle vello entre los muslos.

En el periódico habían pronosticado tormenta. Mi hermana estaba acostada desde temprano. Sin hacer ruido entré a su habitación. Alumbrado por el velador de la cómoda, su cuerpo resplandecía hierático, sublime, poblado de tonos metálicos. Tomé una de sus manos y la amarré a un extremo de la cama, al tomar la otra mano despertó atontada y sin coordinar los movimientos se dejó amarrar dócilmente, cuando terminé con el segundo pie no podía moverse, quiso gritar pero se lo impedí cubriéndole la boca con un esparadrapo. En sus pupilas dilatadas se dibujaba el pánico. La acaricié con ternura el cabello tratando de tranquilizarla. Complacido me senté a su lado y lentamente con hilo y aguja empecé a cocerle los labios de la vulva. La televisión no tenía imágenes ni sonido, un cúmulo de puntos luminosos bombardeaban sin misericordia la pantalla. Creí ver a través del cristal de la ventana el vuelo de un gorrión desorientado.

Desde aquí escucho como las ratas carcomen la madera podrida. Los caracoles han formado nidos bajo mis axilas lampiñas. Los gusanos se arrastran a través de mi boca sin labios y de mis cuencas vacías. El calcio de mis huesos invade la raíz de la mandrágora. Estoy cansado de llamar a Rosamunda; nunca me responde. Mis palabras son un remedo de voz, mi conciencia es un atisbo de agonía, mis sueños son una copia de la muerte.

José González Gálvez 

Ciudad de México diciembre de 1990
                                                                

LUVINA (FRAGMENTO)



Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo.

Juan Rulfo


ANSIEDAD


Silenciosa, acosada por miles de presagios, camino por todo lo ancho del jardín. Las hojas secas crujen bajo la presión de mis pies descalzos. Mis manos, atacadas repentinamente por un temblor, se crispan ante la vaguedad de lo incierto. Mi abdomen parece recibir los estímulos de mi inseguridad, todo mi cuerpo palpita ante la sensación de un nuevo ser gestado. Mis ojos recorren ansiosos las balaustradas de granito, los pasillos de mármol, las columnas dóricas, las estatuas de alabastro decapitadas, los macetones quebrados, las escalinatas en pedazos, los frontispicios en ruinas, las mansardas carcomidas. Me acuesto entre la hojarasca y sueño. Un árbol seco, de forma caprichosa, sostiene entre sus ramas nudosas a un cuervo que con movimientos ágiles y voluptuosos devora la carroña del pasado. Las parcas envueltas en lienzos de eternidad recorren sótanos, estancias, corredores vacíos de esta mansión en decadencia. Una explosión de soles incandescentes marca la anunciación original, mi cuerpo se mantiene dentro de un espasmo continuo y de entre mis piernas brota un surtidor de aguas cristalinas. El céfiro legendario viene arrastrando el desorden de la peste, de entre ella recojo un espejo que devuelve mi imagen transfigurada en ave. Un ánade pasa volando sobre un lago en reposo, y sus aguas aletargadas sucumben ante la mínima vibración del roce. Todo movimiento encerrado en el silencio de la noche, despierta ante el llamado heráldico de la muerte.


José González Gálvez 


Ciudad de México 1976

ALEJANDRA PIZARNIK: DIARIOS (FRAGMENTO)


miércoles, 6 de abril de 2016

NOSTALGIA DE SIRENAS


EL COLECCIONISTA


                    Entrégame esa carne cuyo único destino es la mutilación
                    Salvador Elizondo: Farabeuf

Sigrid se mordió con fuerza el labio. Un diminuto hilo de sangre la recorrió desde la boca hasta el ombligo. Estaba desnuda, despatarrada en sofá de color marfil; su piel blanca, translúcida se perdía en el entorno. Un xoloitzcuintle se encontraba a su lado, su cuerpo oscuro, ligeramente hirsuto contrastaba con el de su ama. Estaba gravemente enferma de amor como si padeciera un cólico miserere. No quería probar bocado, ni siquiera vino blanco espumoso que era su favorito.
Había decidido morir de inanición, ya llevaba cinco días en ese estado catatónico.

Desde niña fue débil, delgada como vara de nardo, casi autista. Pero en la adolescencia se desarrolló como por encanto, Su rostro se transfiguró en una pintura del Renacimiento, sus pechos se volvieron turgentes, su abdomen plano, y sus piernas se estilizaron como debutante de danza clásica. Su cabellera era un hervidero de tonos suaves, entre dorados y color ámbar. Se desenvolvía en una atmósfera submarina de aguas quietas.

El hilo de sangre siguió corriendo desde el ombligo hasta el pubis afeitado y ahí hizo erupción, el clítoris y los labios vaginales se abrieron como flor de invernadero, una hermosa amapola de pétalos destemplados que despedían un olor dulzón y narcótico. El perro azteca se echó a los pies de Sigrid y comenzó a aullar de dolor. Los ojos de su ama estaban lustrosos, astillados como canicas fracturadas, había dejado de respirar y su boca despedía burbujas de lavanda. La flor de su sexo siguió creciendo, hasta que llegó el cirujano y con un bisturí la cortó de tajo.

La flor sexual vive y sigue creciendo encerrada en un frasco de cristal en la galería del Doctor Farabeuf, entre fetos que se desarrollan en una gelatina de anís, ajolotes que nadan en un acuario y vitrinas con medusas Chrysaoras que palpitan como umbelas de encaje. El xoloitzcuintle aprendió a vivir sumergido en un océano diminuto de sales marinas, y el cuerpo de Sigrid flota a la deriva dentro de un lago de corrientes profundas y mansas. El doctor Farabeuf se frota las manos. Está emocionado hasta la médula con sus nuevas adquisiciones, y en secreto anhela continuar adquiriendo más especímenes fantásticos.

José González Gálvez 

Diciembre de 2015

Imagen: Christian Schloe