jueves, 11 de febrero de 2021

FRIDA KAHLO DETRÁS DEL ESPEJO

                                     

Introducción

El rostro sereno rodeado de una corona de pelo llameante, y la cáscara rota, enclavijada, cosida y deteriorada que otrora contuvo a Frida Kahlo, se entregaron al fuego crematorio. Las llamas que calentaban la mesa de hierro que se convirtió en su cama postrimera reemplazaron la carne sin vida por la pureza de las cenizas y consumieron el cuerpo traidor que contenía su espíritu. Esta imagen incandescente de su muerte no es menos real que los retratos de su vida. Cuando sus humeantes cenizas apenas empezaban a enfriarse. Las tinieblas descendieron sobre su nombre, sus pinturas y su breve devaneo con la fama. Frida se tornó en un comentario al margen, un <talento prometedor> condenado a languidecer eternamente bajo la sombra de su esposo, el célebre muralista mexicano Diego Rivera, o como afirmó con un bostezo un crítico de arte del New York Times al referirse a una de sus obras: <…una pintura de una de las ex esposas de Rivera>.

     Frida Kahlo debió morir treinta años antes en un espantoso accidente, pero su cuerpo perforado y despedazado se mantuvo unido el tiempo suficiente para crear una leyenda y una colección de obras que resucitarían treinta años más tarde. Sus pinturas comenzarían a fulgurar en un mundo nuevo que se encontraba preparado para reconocer y acepar sus ofrendas. Ellas constituían un diario visual, una manifestación externa en su diálogo íntimo, diálogo que muchas veces fue, más bien, un grito de dolor. Sus pinturas dieron forma a recuerdos, paisajes de la imaginación, escenas vislumbradas y rostros observados. La gama de colores simbólicos que utilizó logro que la locura (el amarillo) y la claustrofóbica prisión de yeso y de corsés de acero se mantuvieran a prudente distancia. Su vocabulario personal, constituido de imágenes icónicas, devela algunas claves de cómo ella devoraba la vida, amaba, odiaba y percibía la belleza. Sus obras —aderezadas con palabras, páginas de su diario y recuerdos de sus contemporáneos— nos gratifican ofreciéndonos momentos de una existencia vivida a un galope fracturado, que llegó a su fin —posiblemente— por voluntad propia y que dejó un valeroso autorretrato compuesto, suma de todas sus partes.

     El pintor y la persona son una entidad inseparable; no obstante, Frida llevó innumerables máscaras. Sobresalía en todas las reuniones con sus amigos cercanos gracias a sus comentarios ingeniosos e indiscretos; a su singular identificación con los campesinos mexicanos y, a la vez, a su distancia respecto a ellos; y a sus burlas de los europeos y las posturas que asumían bajo distintos rótulos —Impresionismo, Postimpresionismo, Expresionismo, Surrealismo, Realismo socialista, etcétera—, en busca de dinero, de mecenas acaudalados o de un puesto en las academias. Sin embargo, cuando sintió que su obra había madurado, quiso obtener el reconocimiento personal y el de aquellas pinturas que alguna vez había regalado en calidad de recuerdos. Aquello que había comenzado como un pasatiempo no tardo en usurpar su vida. Frida salpicaba sus conversaciones con expresiones de la jerga callejera y con groserías que no dejaban traslucir su corta estatura, su educación católica y el afecto que sentía por las costumbres tradicionales mexicanas. En una ocasión, mientras daba un paseo por una calle neoyorquina llevando su traje rojo de tehuana, joyas con incrustaciones de jades milenarios y un rebozo escarlata sobre sus hombros, un niño se le acercó para preguntarle: <¿El circo está en la ciudad?>. Ella era en sí misma una exposición andante, una colección dadaísta de contradicciones.

     Su vida anterior oscilaba entre la euforia y la desesperación, mientras luchaba prácticamente sin pausa contra el dolor que le causaban las lesiones en su columna vertebral, espalda, y pierna y pie derechos; así como las enfermedades micóticas, las infecciones producidas por sus varios abortos y los continuos tratamientos experimentales de sus médicos. La única alegría constante de su vida fue Diego Rivera, su príncipe rana, un comunista obeso de ojos saltones y pelo alborotado que gozaba de la reputación de donjuán. Ella soportó sus infidelidades y se desquitó teniendo sus propias aventuras amorosas en tres continentes, tanto con hombres robustos como con atractivas mujeres. Pero al final, Diego y Frida siempre volvían uno al lado del otro, como dos animales heridos, desgarrados por el arte, la política y sus temperamentos explosivos, unidos por el frágil lazo rojo de su amor.

     Sus pinturas sobre metal, madera y lienzo, con sus perspectivas planas que evocaban el muralismo, bordes toscos e impenitentes trazos de color local, reflejaban la influencia de Diego Rivera. Pero mientras él pintaba sólo es aspecto superficial de las cosas, ella se extraía las entrañas para convertirse en el tema principal de su obra. En la década de 1940, cuando su dominio de la técnica y la madura comprensión de su expresión artística se hicieron más agudos, su pérfido cuerpo la traicionó y la despojó de la capacidad de plasmar las imágenes que brotaban de su agotada psique. Poco después no le quedó más consuelo que los analgésicos y una botella diaria de brandi.

     Diego se mantuvo a su lado en los últimos días, así como aquel México que tanto tardó en darse cuenta del valor del tesoro con que contaba. Su tierra natal sólo le otorgó su reconocimiento en los postreros años de su vida. La única exposición individual de Frida en México recorrió el breve ciclo de 47 años de su existencia desde el momento mismo de su nacimiento. Cuando murió, los ojos de aquella vida extinguida se quedaron para observarnos desde el otro lado del marco con su mirada directa y desafiante.

 

Gerry Souter

EDIMAT LIBROS S.A. 2018

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