lunes, 8 de julio de 2013

EL SEGUNDO ESTERTOR DE LA TARDE

Qué has hecho qué hemos hecho qué hicimos
nosotras dos, tú sola por separado, separándote
de mí en cualquier momento.

Cristina Peri Rossi


Aun no terminaba la tarde cuando dos mujeres de edad imprecisa, vestidas como actrices de cine de época, entran a una sala de café, ambientada en una obsesión de intelectualidad. Sentadas junto al enorme ventanal, una frente a otra, se miran y sonríen cubriéndose la boca. Ya tomada la orden, platican quedamente bañadas por la luz cetrina que atraviesa la cristalería de la ventana. Por un momento se quedan en silencio, se saben hermosas a pesar de sus sombreros hongo, porque su belleza resplandece como luz votiva.

Marcia mordisquea una tostada de pan, mientras ve detenidamente el espacio ceñido por las luces parpadeantes del anuncio luminoso cuyas letras no vislumbra del todo. Un cigarrillo se consume en un cenicero de plata vieja. Voltea y ve a Martha. En silencio se toman de las manos entrelazando los dedos. Se miran y un calor repentino les enciende las mejillas mientras una arteria de fuego líquido les cruza la columna vertebral y Martha siente los pezones erectos, apenas visibles a través del escote en v de su blusa verde. 

Se saben cómplices y sin embargo saben también que no pueden conjugar un verbo a solas.

El cigarrillo se consume lentamente. Un abrigo colgado de la pared se desprende de momento, pero las dos mujeres, absortas, no escuchan el estropicio.

Marcia con sus labios rojos permanece callada, en silencio recuerda las claves plateadas que dejan los caracoles jóvenes en su recorrido. Recuerda al sol que la muerde involuntariamente mientras sueña con los ojos abiertos. Recuerda una fotografía gastada donde los rostros permanecen borrados y las manos ya no son manos sino garras de pájaro.

El reflejo del muro que separa las ventanas se angosta con el paso de las horas. Un mesero se acerca y recoge en silencio la vajilla de porcelana. Las facciones de las mujeres se difuminan hasta ser imprecisas. 

Martha se desanuda la bufanda y cruza las manos. Se queda en silencio mientras Marcia trata de acariciarle el rostro. Las claves de los caracoles jóvenes están descifradas. El cigarrillo consumido completamente se desbarata en el cenicero. La mano derecha de Marcia roza los labios de Martha, que gimotea desesperada, mientras sus facciones van desquebrajándose como cascarón de huevo. 

Antes de que acabara por terminar la tarde, casi anocheciendo, Martha había desaparecido. Sobre la silla que ocupaba, se encuentra ahora un reguero de escamas blancas y un olor a piel de gazapo.

José González Gálvez


Julio de 2009

Imagen: Edward Hopper


EL ÚLTIMO VALS DE LA EMPERATRIZ SIN NOMBRE

Toma este vals que se muere en mis brazos.
 Federico García Lorca

Un reguero de polvo lunar como escarcha,  cubrió todo mi cuerpo. Ahora puedo guardar celosamente las huellas de tus pisadas en el campo yerto de mi piel, tus pisadas de pies descalzos.
 Por la ceniza blanca de un volcán que acabó de erupcionar, mi pradera está desolada, como mis ilusiones que jamás volverán a crecer, igual que la higuera de la esquina. Mis esperanzas  truncas se desbarataron como estatuas de sal, a orillas de un mar muerto, un mar que permanece inerte, falto de oleaje, invisible cuando la luna destila su luz blanquecina y silenciosa.
¿Qué haré ahora con tus huellas? ¿Qué haré con mi piel cristalizada, que por sus cuarteaduras segrega miel que no es dulce? ¿Qué haré contigo hombre de hielo, con el glaciar de tu amor, con tus palabras que son agujas de agua helada?
¿Qué haré para que el aire vuele de nuevo, y las aves gorjeen en las ramas florecidas? Acaso tendré que llevar tu retrato a todos lados, para llenar de mentiras las primeras estaciones del año.
¿Qué haré para poder llorar de dolor como un títere dislocado? Porque te siento alejado, porque tu olor a colonia de naranjo ya se ha ido para siempre.
¿Qué podré hacer para girar desnuda en el campo de las astromelias y los plúmbagos? Donde me veías, y sin preocuparte de tu traje impecable me cargabas hasta la casa y me hacías el amor lentamente y me llenabas de palabras dulces como la menta.
Ahora sólo el silencio responde mis preguntas. Entonces, enroscada como anélido, lamo mis heridas, hasta que las extremidades se reproducen por encantamiento, y así,  bailo el último vals de la emperatriz sin nombre.

José González Gálvez


Octubre 31 de 2012

SOLES DE OAXACA


Para Julio Ramírez

Soles bordados en algodón tela
guajolotes pintados sobre papel amate.
¿Qué nos recuerdan los mijes cuando lloran?
En sus tierras cuarteadas por la sed
ríos de polvo que laten
en el calor de la serranía.
¿Dónde están los sueños
que esconden las abuelas bajo sus enaguas?
¿Dónde los huajes con agua fresca del río?
Son arroyos de lodo estéril
que resecan la garganta.
Oaxaca primor de filigrana
vientos lánguidos de palma y plata.
Vi tus construcciones en muro
de teja rota, de adobe,
de cantera verde cuando está humedecida.
Vi magueyes petrificados
por los minerales de la noche
bajo el comal nuevo de la luna nueva.
Vi un enorme zócalo
cruzado por eternos laureles de la India
arcos pertrechados de recuerdos
zureo de palomas tornasoles
sabor de pipían, de quesillo, de chapulines.
Sublime Oaxaca de barro negro
te soñé con fiebres de amante joven
cobijándote entre brazos firmes
como raíces de ahuehuete.
Te canté mi canto en lengua de turquesas
mi abecedario de brotes nuevos
acaricié Oaxaca, tus curvas de ocelote
bebí de tus arroyos, de las salinas,
de aguas salobres.
Vieja Antequera de conquistadores
hervor de luz
infinitura.

José González Gálvez

Ciudad de Oaxaca diciembre de 2009

COSA DE MUJERES VII

Para Carolina Guzmán Sol

Me llamo Julia, soy alta, espigada, de huesos pronunciados y una coloración aceitunada de la piel, herencia posiblemente de mis antepasados que se procrearon en una isla desperdigada de la Polinesia. Siempre visto de blanco, aún en reuniones de ejecutivos bancarios y empresarios extranjeros. Me siento cómoda dentro de mis amplias ropas de diseño único. Cristina, una amiga íntima, que tiene derecho a decirme todo lo que le venga en gana, me ruega que deje en paz esos accesorios de teatro. Pero a pesar de mi aspecto estrafalario, los hombres me buscan, y eso no puedo evitarlo. Me hace sentir deseada, y los dejo ser, como el gato que persigue al ratón, hasta conocer el final del juego.
Lo que estoy escribiendo no se trata de un diario, es la relación de hechos ocurridos desde que conocí a Jesús en casa de Cristina. No voy a reseñar su físico, porque lo verdaderamente valioso es que, desde la presentación, sentí de golpe los latidos de su corazón y el movimiento de la sangre a través de las venas. Me doblegué a su juventud y a su piel sensible al roce de mis dedos.
Nos amamos sin olvidar esquina alguna de nuestros cuerpos. De conocer sin prisas la gramática del sexo, de llegar al delirio en la eclosión del momento, y desplomarnos entre sábanas húmedas de sudor y el olor ácido del orgasmo.
Quiero a Jesús, con la necesidad imperiosa de una sed que me abrasa las entrañas. Lo necesito sabiendo de antemano, que una tarde cualquiera se irá  para siempre, y será por mi pecado, por la gula obscena de mi cuerpo, como una ciudad que crece y se pierde.
La última vez que nos vimos, estaba cubierta con un sari transparente, escuchando música de Mozart, el exquisito piano concierto número 21 en C mayor. Entró a la recámara sosteniendo entre las manos un ramo de azucenas. No pude hablar, porque el embriagante aroma de su piel, aniquiló mis sentidos. Fui a su encuentro con movimientos silenciosos y lentos como una mantarraya nadando en aguas tranquilas.
Jesús amaneció desnudo, con el cuello lacerado y cubierto de costras tiernas, en su rostro se dibujaba un rictus de dolor beatífico.
La luz se impregnó de humedad compacta. Las azucenas estaban regadas en el suelo, la música de Mozart había enmudecido, sólo se escuchaba el incesante zumbido de insectos frenéticos.
Extraño a Jesús, pero a veces existen zonas sagradas, donde el ansia encierra deseos inconfesables.

Me llamo Julia, soy alta, espigada, de huesos pronunciados y una coloración aceitunada de la piel. No recuerdo mi edad, pero por años mis antepasados se han alimentado de sangre tibia.

José González Gálvez