jueves, 23 de enero de 2014

MI CASA NO TIENE BALCÓN



Para Oralia Bringas: In Memoriam





Mi casa no tiene balcón
pero sí una ventana muy grande.

Las acacias se abanican
con el viento suave
mientras las inflorescencias
de mil estambres pálidos
bailan en un remedo
de populoso danzón en el parque.

En otoño las vainas secas
son maracas agitadas
por el vientecillo ingenuo de la tarde.

Mi casa no tiene balcón
pero sí una ventana muy grande.

De las buganvillas se inventó un color
parecen pequeñas mariposas
revoloteando sobre la vegetación espesa.

El rocío que se acumula
en el interior de la copa de oro
es bueno para lavados oculares
decía mi abuela muy sabia,
pero la flor junto con la lluvia de oro
son amarillos gestados en un embrión
de soles refulgentes.

Mi casa no tiene balcón
pero sí una ventana muy grande.

El ylang ylang del cual ignoro su casta
por sus delicados pétalos blancos
es el azahar que nos embriaga de noche
así como el enervante aroma de los nardos.

Mi casa no tiene balcón
pero sí una ventana muy grande.





Mayo de 2007

lunes, 20 de enero de 2014

FRIDA KAHLO (FRASE)

8

EL ÚLTIMO ROSTRO DE EVA

Para Reyna Salinas, quien me contó la historia.

Tengo más años de los que algunos suponen, y menos de los que anotaron en mi registro de ingreso. Para todos aquí soy la señora Eva Vizuet viuda de Montefiori. Nunca sentí la necesidad de llorar, desconocía ese sentimiento, pero un grito de frustración se desprendió de mi garganta, y grandes lágrimas de arrepentimiento escurrieron por mi cara. La enfermera subió alarmada. Con voz entrecortada le dije que se marchara, que todo estaba bien. Las lecciones de piano se suspendieron, el Adagio de Albinoni permaneció intacto en la partitura, fijado por el vicio de los años.

Todas las tardes paseaba por el parque, en un principio acompañada de la enérgica enfermera Justina, que a fuerza de silencio y obstinación comprendió mi deseo de permanecer a solas. Caminaba hablando con la boca cerrada, mascullando apenas un borbotón de frases caústicas, sosteniéndome sin dificultad en mi último compañero, un bastón de nogal con empuñadura de plata. Todas las tardes, sola, dejándome curtir por el viento corrosivo del abandono.

Ese otoño, sentada en la última banca del parque, sentí un huracán haciendo estragos en mis pulmones cansados. Traté de incorporarme pero no pude, entonces mi mano derecha tropezó con un bulto, de primera instancia y por el impacto no puse atención, pero al sentirme nuevamente en calma, fuera de la crisis reparé en el objeto. Se trataba de un pequeño libro, un diario con tapas de concha nácar, un inútil y estúpido artefacto para perder el tiempo. Intenté tirarlo pero me contuve, por un momento pensé en alguna de mis compañeras de asilo, de modo que de mala gana lo guardé en el bolso del gran delantal reglamentario.

Después de una semana nadie reclamó el diario, decidí llevarlo a objetos perdidos. Una noche, encerrada en mi recámara, con una jaqueca terrible a pesar de las pastillas con sabor a cereza del doctor Blackaller, tropecé nuevamente con el diario. Por insignificante se me había olvidado entregarlo. Una idea morbosa cruzó por mi mente: tenía qué leerlo. Al abrirlo me desilusioné, todas las hojas excepto una habían sido arrancadas de golpe, retazos de papel amarillento conformaban el vació. La última hoja estaba fechada en diciembre de 1966 y se leía lo siguiente:

“hasta hoy decidí escribir de nuevo después de tanto tiempo de ausencia, han pasado quince años desde la noche en que mi vida quedó convertida en un rehilete. Nunca comprendí la actitud de mi madre, su enérgica postura de guardiana de falsas costumbres de una aristocracia ridícula, de una educación casi victoriana. Me sometí a ella, guardé disciplina tragándome el rencor, como si fuera una carga de vitriolo, macerando mis pensamientos en una salsa virulenta. Displicente al metrónomo de las clases de piano, a la terapia obsoleta de higiene mental, a las precauciones asépticas para encubrir la menstruación, al timbre tedioso del profesor de francés, a la lectura interminable de las páginas bíblicas. Entonces, un día, llena de angustia y dolor reprimido, la miré a los ojos, y por primera y última vez le grité con todas mis fuerzas. Mi madre también me miro, pero con odio, con un incendio convulso en su mirada…”

Cerré el diario de golpe, sentí el corazón como un alfiletero de remembranzas, un líquido caliente se derramó en mi cerebro. Desperté después de tres días, tenía medio cuerpo paralizado. Una sonda nauseabunda me alimentaba y varias mangueras de plástico me cruzaban las venas. Pero a  pesar de mi estado lamentable podía recordar: “mi madre también me miró, pero con odio, con un incendio convulso en su mirada”. Así escribió mi hija Clarisa en la última página de su diario. Quise llorar pero mis lagrimales estaban secos.

Clarisa Montefiori, poeta y novelista, galardonada con el premio Cervantes, terminó de leer el diario de su madre. En la última página, escrita con letra temblorosa, Eva ordenó su sepelio. Deseaba que la enterraran en el patio del convento donde pasó sus últimos años de lisiada, cerca de las amapolas silvestres y los lirios pálidos. Un parterre insólito donde jugaba todos los días con una adolescente translúcida, una ilusión desdibujada por el último calor del atardecer, una imagen lánguida que tomaba de los hombros, la apretaba contra su cuerpo y le pedía perdón mil veces, llamándola hija y besándola en la frente hasta el delirio.

Coatzacoalcos Veracruz, 1963  

  

DELICADA LINEA ENTRE DOS CUERPOS


Y no dejó encendida bajo el cielo
más que la oscura lumbre de sus ojos
.
Concepción Urquiza: Job

  En el espacio del tiempo tu imagen se desvanece, sutil como pupila de gato, un topacio angostado, una gema iridiscente de reflejos casi mesiánicos.

Ignoro cuanto tiempo ha pasado, todos los relojes permanecen descompuestos; pero en este momento, tu piel ocupa un estudio detallado, un anagrama infinito que no tiene vuelta de hoja. Mis dedos rozan con cuidado la mata de tu cabello, juegan en el caracol de tus orejas y el suave arco de tu cuello.

Durante un solsticio abrumador, cuando la luminosidad desorbitante reverberó en nuestros cuerpos desnudos, me dijiste al oído palabras propias de un náufrago. En ese entonces, no entendí tu súplica. Ahora, a mil años luz de distancia, el enigma es exasperante. 

Por eso busco, como desquiciado, la respuesta en el mapa de tu epidermis; pero existen tantos confines, tantos laberintos, tantos pasillos interminables, que me es imposible alcanzar la victoria. Existen también tantos silencios, principalmente el tuyo; entiendo tu rencor, pero debes disculparme, a veces no se leer entre líneas.

A pesar del viento leve y el silbato triste de las cigarras, seguiré buscando la respuesta, no me daré por vencido, no me dejaré amedrantar por el amarillo colérico de tu mirada de felino en celo, ni por el efluvio de tus hormonas de amor. Continuaré con mi búsqueda, porque el caldero de tu piel en ebullición, me dice que debo seguir adelante.

José González Gálvez
Mayo de 2011

Imagen: Paul Gauguin
  

TANGO COLOR ROJO CEREZA

Acababa de pasar el último transeúnte de la madrugada. La calle permanecía serena, lavada de gritos, de portazos, de ruido de botellas. Con el frio de las primeras horas, todo era una escenografía gris y mustia. 

En uno de los tantos balcones del edificio en ruinas, con las ventanas abiertas a la placidez de la mañana, se dejaban escuchar las notas cansadas de una milonga taciturna. El piso de la habitación estaba regado con polvo de bicarbonato y jeringas usadas. Junto al sofá desconchado, el cuerpo de una mujer se cubría de finísimas flores moradas. 

Un diminuto gorrión revoloteaba inquieto alrededor del cráneo rapado de la mujer de cera. Los últimos arpegios de La Cumparsita, gimoteaban en el interior de un anticuado pianoforte. 

Los turistas entraban y salían de un bar marcado en la ruta de su itinerario.

José González Gálvez

Abril de 1988

DE PRONTO EL MAR NOS ENALTECE

Cada ángel es un poema.
Hugo Diego Blanco

Ha llegado el verano de tus ángeles.
Carlos Illescas



Ayer me bañé con todos los azules del mundo. Hoy amanecí con el cuerpo desnudo pintado de añil, mis plumas larguísimas tienen tonalidades turquesa, y mis dedos que tanto te han acariciado, son de color índigo. Por esta pleamar de siglos, únicamente por estas horas lentas, me abro a tu piel, a tus sentidos, a tu amor que tanto me acompaña en mis naufragios por insomnio. Por ahora te entrego mis sueños tibios para que los descifres, y descubras los equinoccios desesperanzados de mi corazón, que palpitan por ti. Somos dos anémonas de mar, solitarias en una bastedad de siglos, palpitaciones que entran y salen de una ópera de amor. Únicamente por la atención que me prodigas, te doy también mi aliento, mi savia, mi polen; para que con ellos fabriques la parcela donde nuestras realidades trasciendan, llenas de luz tan azul como la noche más íntima en que hemos incursionado.

José González Gálvez

Octubre de 2011