sábado, 15 de mayo de 2021

TODAS MIS GUERRAS



TODAS MIS GUERRAS es un testimonio sin precedente en la vida mexicana. Además de su contenido, amenidad, ironía, además de su felicidad literaria, el texto importa por su valentía. ¿Cuántos generales o políticos o intelectuales mexicanos han abierto su vida íntima al público? Cabalmente, sólo Vasconcelos. Pues ahora María Félix les gana otra vez más la partida: sale de la penumbra, se engalla frente a los reflectores y revela la verdad. Habrá quien señale errores u omisiones. ¿Qué memorias —o incluso, qué biografías o historias— no los tienen? Finalmente, en todos esos géneros, “los hechos, hechos son”. Pero aun los observadores más exigentes convendrán que más allá de sus verdades, como sueños, María Félix ha vertido en esta guerra literaria elementos de comprensión profunda hacia su persona y personaje.

 

Enrique Krauze

Editorial Clío 1993



 

lunes, 26 de abril de 2021

LA CASA EN LA TIERRA

 


Cuando el hombre busca a la mujer, se hace su casa, aunque la costumbre obliga a la nuera a vivir dos años con sus suegros y sólo después se muda a la que construyó su marido, merito enfrente. Si todo lo que ganaron los recién casados fue entregado a la pareja de viejos, de ahora en adelante trabajarán para su descendencia, los hijos por venir, su semilla sobre la tierra. Pero si no levantan su propia casa, nadie se ofende, ni la suegra, ni la nuera; porque entre los indígenas la casa da para mucho, envuelve a todos, empolla, se estira mágicamente. “Así nos calentamos” dicen. Tres generaciones duermen en un solo cuarto; el calor de los cuerpos, el del vaho se añade al de las brasas; el comal es el rescoldo del hogar. Y al día siguiente salen al campo, caminan con sus pisadas despaciosas para regresar en la noche, volver a encontrarse en este cuerpo de amor que es su casa, primigenia y hierática. Los hombres y las mujeres emergen de la tierra, son de piedra, estatuas de sí mismos; cincelados por el agua. El viento los fosiliza, el sol los calcina; y en este escenario desértico y vacío, al pie de las brasas que los iluminan se inicia el episodio milenario, por los tiempos de los tiempos y desde el principio de los tiempos.

     La casa la han hecho con sus manos y con los materiales que da la tierra, así como la hicieron sus abuelos y los abuelos de sus abuelos, siguiendo una ya larga tradición. Nada se deja al azar, nada se hace a lo loco, todo tiene un sentido, una finalidad, una razón de ser. Sólo la sociedad de consumo nos retaca la vista con líneas inútiles y objetos que siempre salen sobrando.

     Las casas son un poco de tierra más dentro del paisaje de tierra, de aire en el aire, de agua sobre el agua. En nada se distinguen del lugar en que yacen porque podrían ser montaña, lago, palma, barro.

     El ajetreo de la vida diaria se estrella contra las paredes de palma, de bambú, de adobe, de paja, de varas enjarradas con lodo que los hombres pulen hasta dejarlo lisito como piedra de río.

     Redondo es el cántaro, redonda es la fuente, también las estructuras son circulares; los techos se trenzan como el pelo de las mujeres y se van girando una y otra vez sabiéndose interesados en lo mismo: acabar la casa, cobijar a los suyos.

     El viento baja de las montañas y las casas lo atajan. Las tablas grandes han sido sacadas de un solo árbol cortado a mano con hacha. La misma mano que las ensambla recurre a grandes clavos de madera, remaches, cuñas que aprietan porque son del mismo palo. En el frío de la sierra ninguna casa es más caliente.

     El trabajo en común se hace platicando y así ni se siente el cansancio. Todo se vuelve fácil estando con los otros: liar la palma macizo a que apriete bonito, trenzarla mojada pa´ que amarre fuerte… Al atardecer es bueno sentarse para no tentar a Dios, oriarse pa´ que el sudor no cale y echarse un alguito de trago, tantito así nomás.

     Los muros resguardan las tragedias, los gustos, el tedio, el silencio, la esperanza de sus habitantes. Pero no se vive de puertas para adentro; las tareas se hacen afuera. Bajo el pórtico hilan las mujeres, desgranan el maíz, cardan la lana, vigilan el juego de sus hijos. Desde allí también miran el campo y cómo se acerca la tormenta.

     En el arte popular no hay regla; por eso la habitación es más libre: ninguna academia dicta ordenamientos, las ventanas también pueden no abrirse taponadas por varas o bambués y sin embargo, los moradores lo ven todo a través de las rendijas de luz. Mudos, espían el espectáculo rayado de la vida.

     El único tesoro es el grano y para él el coscomate redondo, triangular, macizo. A veces el cuarto de cocinar es una extensión de la casa; a veces también, el horno de pan hecho con piedra y barro es una bendición. Inmóvil la casa, inmóviles sus habitantes. ¿Para qué moverse si la tierra lo hace sola? Si la tierra le da la vuelta al sol, aguardan a que regrese; sienten sus rotaciones en cada año que pasa, y en cada hijo que crece, se despide y se va.

     ¿Y si le pido a Dios que me haga el milagro? Si le hago su fiesta, si soy mayordomo, si le compro su gruesa de gladiolas… Yo voy los domingos pero el padre no viene. Dice que está muy lejos… Bajo sus jóvenes piernas se extiende el puente que las lleva de un punto al otro, desde sus años niños hasta su destino incierto, desde su origen primero hasta su origen fatal, de una orilla a la otra.

     La muerte es sólo un montón de piedras que se van desmoronando y desde la primera fila del osario los muertos contemplan a las otras piedras: las del sol, las que todavía reciben la luz y la proyectan, las que son parte del trajín de los hombres, su afán, su diario amanecer.

 

Elena Poniatowska

 

Instituto Nacional Indigenista 1980

  

 

viernes, 23 de abril de 2021

UN POEMA DE JULIA DE BURGOS

 


¿Quieren el féretro del viento

agazapado entre mis greñas?

¿Quieren el ansia del arroyo,

muerta en mi muerte de poeta?

 

¿Quieren el sol desmantelado

ya consumido en mis arterias?

¿Quieren la sombra de mi sombra

donde no quede ni una estrella?

 

Casi no puedo con el mundo

que azota entero mi conciencia…

 

¡Dadme mi número! No quiero

que hasta el amor se me desprenda…

 

¡Dadme mi número, porque si no,

me moriré después de muerta!

martes, 23 de marzo de 2021

SOLITARIO DE AMOR

 


Cristina Peri Rosi (Montevideo, 1941). Narradora y poeta. Reside en España desde 1972. Ha publicado las novelas El libro de mis primos (1969) y La nave de los locos (1984). No menos importantes son sus libros de cuentos Viviendo (1963), Los museos abandonados (1968), La tarde del dinosaurio (1976), La rebelión de los niños (1980) y El museo de los esfuerzos inútiles (1983).

     Solitario de amor (1988) es la historia implacable y sutil de una pasión sin esperanza. Para el narrador, anónimo en más de un sentido, la mujer amada no es solo la mujer arquetípica, la diosa, la madre primigenia, sino el mundo anterior a la palabra y al tiempo, el cosmos, el paraíso. Pero de este lugar, el amante se sabe condenado a la expulsión. Por eso su amor monologante, bárbaro como la idolatría, mortífero como la droga, absoluto y estéril, en vano repite obsesivamente el rito erótico.

 

Editorial Grijalbo 1988

martes, 16 de marzo de 2021

LA HISTORIA DE TODOS TAN SABIDA


Se amaron con terneza, y así como se amaron hasta el delirio, juntos construyeron día a día y sin darse cuenta sus Murallas de Jericó. Una tarde de otoño, llena de nostalgias, de hojas doradas y de nidos vacíos, sonaron las fatídicas trompetas.

 

José González Gálvez

Sábado 10 de octubre de 2020

 

Imagen: Julius Schnorr von Carolsfeld

viernes, 26 de febrero de 2021

CARTA A FRANCISCO HERNÁNDEZ

 



Coatzacoalcos Veracruz miércoles 19 de 2020

 

Buenos días estimado Francisco:

   Aquí reportándome desde este caluroso puerto. Sin embargo desde la ventana, puedo ver la bocana y como los buques cargueros se deslizan parsimoniosamente sobre el río, y a mi izquierda la entrada del mar. Corre un poco de brisa, estamos a 27 grados y parcialmente nublado.

       Como te dije por teléfono extravié tu dirección y no había forma de ponerme en contacto contigo, recuerdo que de nuestras últimas pláticas me comentaste que no tienes correo electrónico y por ende Facebook tampoco.

    Como todos, o como la mayoría de todos estoy guardado en mi departamento, leo poesía, disímbola, ahora de: Alaíde Foppa, Amado Nervo, Ethel Krauze, Concepción Urquíza, Fernando Pessoa, Rosario Castellanos, Renato Leduc, Alberto Ruy Sánchez, Gilberto Owen, Gérard de Nerval e Isabel Fraire. De tus poemarios, el último que leí es “Odioso caballo”. Cuido religiosamente mi jardín en macetas, tengo diferentes especies de filodendros, cactus y helechos, escucho música y hago ejercicio. Mis salidas son escasas y verdaderamente ya me estoy aburriendo del caos originado por este virus pernicioso. 

     ¿Cómo has estado? ¿Cómo se encuentra Leticia? ¿Qué te pareció el poemario que te envíe?

      Te dejo un abrazo inmenso, y de mi parte el placer de volver a tener comunicación contigo.

                                 Amanecer. Anochecer. Envejecer.     

                                        Amar el altar donde pudimos,

                                        por un instante, ser el mar.”

 

     José González Gálvez

jueves, 25 de febrero de 2021

ROMANZA

 


Existe una música sacra en tu cuerpo frutecido. Un aire diáfano sin horarios. Un desesperado hábito por llegar al pistilo de tu sexo. Tu dermis, macerada por plenilunios, es fuente donde calmo esa sed alucinante que me enerva. Mi amor por ti es un topacio clavado en el fondo de tu corazón enhiesto, un pequeño colibrí que liba el néctar de tus pechos.

 

José González Gálvez

Domingo 8 de noviembre de 2020

 

Fotografía: Rogelio Cuéllar   

MI TÍA CECILIA


MI TÍA CECILIA

Yo calculo que se me han olvidado muchas cosas; pero la tarde en que murió mi tía Cecilia no se me ha olvidado. Estuve cerca de su cama, sentado en una silla, viéndola a cada rato levantar sus como para defenderse de aquella enfermedad que la lastimaba y con la que estaba en pleito desde el amanecer.

     Recuerdo que sacudía sus brazos como una ciega que busca en la oscuridad algo que le está haciendo daño. Luego descansaba. Estiraba las piernas y descansaba. Sólo oía yo su resuello ronco que salía de su boca como borbotones de aire. De un aire seguramente malo, porque a ella le repicaban los labios al respirar.

     Yo pienso en el tiempo que ha pasado desde el día en que ella murió, pues cuando murió yo me quedé solo. Ella, que tan apurada anduvo por mí mientras vivió, al morir se le olvidó por completo encargarme a alguien para que me cuidara. En aquel tiempo yo tenía diez años. Y no, no me encargó con nadie.

     Me recuerdo de que esa misma noche ya se habían ido todos y me desperté yo solo. Estaba sentado junto a la cama de mi tía Cecilia y ella estaba ahí también, mirándome con sus ojos abiertos sin separarlos de mí, como si con ellos me quisiera decir algo con lo cual yo no fuera a tener miedo nunca.

     Me acuerdo de eso porque, al cerrarle los ojos con mis dedos, pareció como si para siempre se acabara la luz y todas las cosas se llenaran de oscuridad.

     Estoy acostado en esta cama suya, donde ella puso su cuerpo desdoblado para que no le costará trabajo a la muerte llevársela, y pienso que ella no debía haberse muerto así de repente, sabiendo que era yo el que iba a sufrir al no verla ya más.

     Yo a veces pienso que ella no debía haberme querido como me quiso para luego irse así de pronto, como si no dejara ningún pendiente y, más todavía, pudiendo ver hasta con los ojos cerrados que algo sufriría yo al no encontrarla ya más. Sí, ella calculó mal las cosas. Y lo que yo digo es que debía haberse defendido un poco, pongamos por caso una hora o dos horas más; aguantándose de algún modo, y ese tiempo lo hubiera aprovechado para renegar de mí, diciéndome algo, por lo cual yo le guardara un rencor que durara hasta ahora.

     Pero hizo todo lo contrario. Parece que se puso a buscar con sus gestos una fuerza que yo le había conocido y que me gustaba ver en ella. Parece también que quería llenarme de esa fuerza para siempre, como un regalo que me hacía a fin de que la vida no me fuera a asustar nunca. Ahora me lo imagino así. Me imagino que mi tía Cecilia me quiso decir eso con sus ojos, buscando la manera más sencilla de decírmelo.

     Y si no hubiera sido porque alguien vino a cerrarlos y a decirme: “Ella ya no está”, yo no me habría movido de ahí, porque no, porque yo sabía que aquella mirada suya era la misma que solía poner cuando se le derramaba el cariño que me tenía.

 

Texto y fotografía de Juan Rulfo

 

Ediciones Era 1994  


ELOGIO DE LA MADRASTRA

 


Con inmensa satisfacción publicados Elogio de la madrastra, no solo porque era —al menos así nos los parecía— una asignatura pendiente del gran escritor peruano Mario Vargas Llosa con el género de la novela erótica, sino porque, al animarse a cumplirla, nos ha entregado a todos una de sus obras más rotundas.

     Quien haya seguido con cierta atención la trayectoria literaria de Mario Vargas Llosa, sus escritos sobre literatura, sus manifiestas aficiones literarias, no se extrañará de que haga esta incursión en este género y le parecerá natural que la dedique a otro ilustre erotómano, su amigo cineasta y director de esta colección Luis G, Berlanga. Su curiosidad por los móviles recónditos de la literatura erótica viene, pues, de antiguo y es de sobras conocida su admiración por los grandes maestros franceses Georges Bataille y Pierre Klossowski, algunos de cuyos libros eróticos o sobre erotismo ha prologado y divulgado en nuestro idioma. Ahora, leyendo Elogio de la madrastra,  por fin podremos todos comprender hasta qué punto el discípulo pasa él mismo a ocupar rango de maestro en arte tan difícil y, por desgracia, tan poco frecuentado por escritores ya consagrados como él.

     Con la sabiduría del meticuloso observador que él es mediante la seductora memoria del bien contar, Vargas Llosa nos induce sin paliativos a dejarnos prender en la red sutil de perversidad que, poco a poco, va enredando y ensombreciendo las extraordinarias armonía y felicidad que unen en plena satisfacción de sus deseos a la sensual doña Lucrecia , la madrastra, a don Rigoberto, el padre, solitario practicante de rituales higiénicos y fantaseador amante de su amada esposa, y al inquietante Fonchito, el hijo, cuya angelical presencia y anhelante mirada parecen corromperlo todo.

     Aquí, la reflexión múltiple sobre la felicidad y sus oscuras motivaciones, pero ante todo sobre los paradójicos entresijos del poder putrefactor de la inocencia, que subyace en cada una de sus páginas, sostiene una narración que cumple perfectamente con las exigencias del género sin por ello deslucir ni un solo instante la rica filigrana poética de la escritura.

 

Editorial Grijalbo 1988

 

Ilustración de la cubierta: detalle de Alegoría del Amor de Bronzino

 

jueves, 11 de febrero de 2021

FRIDA KAHLO DETRÁS DEL ESPEJO

                                     

Introducción

El rostro sereno rodeado de una corona de pelo llameante, y la cáscara rota, enclavijada, cosida y deteriorada que otrora contuvo a Frida Kahlo, se entregaron al fuego crematorio. Las llamas que calentaban la mesa de hierro que se convirtió en su cama postrimera reemplazaron la carne sin vida por la pureza de las cenizas y consumieron el cuerpo traidor que contenía su espíritu. Esta imagen incandescente de su muerte no es menos real que los retratos de su vida. Cuando sus humeantes cenizas apenas empezaban a enfriarse. Las tinieblas descendieron sobre su nombre, sus pinturas y su breve devaneo con la fama. Frida se tornó en un comentario al margen, un <talento prometedor> condenado a languidecer eternamente bajo la sombra de su esposo, el célebre muralista mexicano Diego Rivera, o como afirmó con un bostezo un crítico de arte del New York Times al referirse a una de sus obras: <…una pintura de una de las ex esposas de Rivera>.

     Frida Kahlo debió morir treinta años antes en un espantoso accidente, pero su cuerpo perforado y despedazado se mantuvo unido el tiempo suficiente para crear una leyenda y una colección de obras que resucitarían treinta años más tarde. Sus pinturas comenzarían a fulgurar en un mundo nuevo que se encontraba preparado para reconocer y acepar sus ofrendas. Ellas constituían un diario visual, una manifestación externa en su diálogo íntimo, diálogo que muchas veces fue, más bien, un grito de dolor. Sus pinturas dieron forma a recuerdos, paisajes de la imaginación, escenas vislumbradas y rostros observados. La gama de colores simbólicos que utilizó logro que la locura (el amarillo) y la claustrofóbica prisión de yeso y de corsés de acero se mantuvieran a prudente distancia. Su vocabulario personal, constituido de imágenes icónicas, devela algunas claves de cómo ella devoraba la vida, amaba, odiaba y percibía la belleza. Sus obras —aderezadas con palabras, páginas de su diario y recuerdos de sus contemporáneos— nos gratifican ofreciéndonos momentos de una existencia vivida a un galope fracturado, que llegó a su fin —posiblemente— por voluntad propia y que dejó un valeroso autorretrato compuesto, suma de todas sus partes.

     El pintor y la persona son una entidad inseparable; no obstante, Frida llevó innumerables máscaras. Sobresalía en todas las reuniones con sus amigos cercanos gracias a sus comentarios ingeniosos e indiscretos; a su singular identificación con los campesinos mexicanos y, a la vez, a su distancia respecto a ellos; y a sus burlas de los europeos y las posturas que asumían bajo distintos rótulos —Impresionismo, Postimpresionismo, Expresionismo, Surrealismo, Realismo socialista, etcétera—, en busca de dinero, de mecenas acaudalados o de un puesto en las academias. Sin embargo, cuando sintió que su obra había madurado, quiso obtener el reconocimiento personal y el de aquellas pinturas que alguna vez había regalado en calidad de recuerdos. Aquello que había comenzado como un pasatiempo no tardo en usurpar su vida. Frida salpicaba sus conversaciones con expresiones de la jerga callejera y con groserías que no dejaban traslucir su corta estatura, su educación católica y el afecto que sentía por las costumbres tradicionales mexicanas. En una ocasión, mientras daba un paseo por una calle neoyorquina llevando su traje rojo de tehuana, joyas con incrustaciones de jades milenarios y un rebozo escarlata sobre sus hombros, un niño se le acercó para preguntarle: <¿El circo está en la ciudad?>. Ella era en sí misma una exposición andante, una colección dadaísta de contradicciones.

     Su vida anterior oscilaba entre la euforia y la desesperación, mientras luchaba prácticamente sin pausa contra el dolor que le causaban las lesiones en su columna vertebral, espalda, y pierna y pie derechos; así como las enfermedades micóticas, las infecciones producidas por sus varios abortos y los continuos tratamientos experimentales de sus médicos. La única alegría constante de su vida fue Diego Rivera, su príncipe rana, un comunista obeso de ojos saltones y pelo alborotado que gozaba de la reputación de donjuán. Ella soportó sus infidelidades y se desquitó teniendo sus propias aventuras amorosas en tres continentes, tanto con hombres robustos como con atractivas mujeres. Pero al final, Diego y Frida siempre volvían uno al lado del otro, como dos animales heridos, desgarrados por el arte, la política y sus temperamentos explosivos, unidos por el frágil lazo rojo de su amor.

     Sus pinturas sobre metal, madera y lienzo, con sus perspectivas planas que evocaban el muralismo, bordes toscos e impenitentes trazos de color local, reflejaban la influencia de Diego Rivera. Pero mientras él pintaba sólo es aspecto superficial de las cosas, ella se extraía las entrañas para convertirse en el tema principal de su obra. En la década de 1940, cuando su dominio de la técnica y la madura comprensión de su expresión artística se hicieron más agudos, su pérfido cuerpo la traicionó y la despojó de la capacidad de plasmar las imágenes que brotaban de su agotada psique. Poco después no le quedó más consuelo que los analgésicos y una botella diaria de brandi.

     Diego se mantuvo a su lado en los últimos días, así como aquel México que tanto tardó en darse cuenta del valor del tesoro con que contaba. Su tierra natal sólo le otorgó su reconocimiento en los postreros años de su vida. La única exposición individual de Frida en México recorrió el breve ciclo de 47 años de su existencia desde el momento mismo de su nacimiento. Cuando murió, los ojos de aquella vida extinguida se quedaron para observarnos desde el otro lado del marco con su mirada directa y desafiante.

 

Gerry Souter

EDIMAT LIBROS S.A. 2018