El Génesis
lo calla pero el gato debe de haber sido el primer animal sobre la tierra, el
núcleo a partir del cual se generaron todas las especies. En una de sus
andanzas por el planeta humeante el gato inventó a los seres humanos. Su
intención fue crearnos a su imagen y semejanza. Un error ignorado lo llevó a
formar gatos imperfectos. Sí pudiera comprobarse que descendemos del gato sería
indispensable una reestructuración de las ciencias. Es demasiado incómoda para
los sabios; por ello prefieren no investigar nuestros orígenes.
En el fluir de los siglos, para
compensarnos de tantas desventajas, aprendimos a hablar. El gato, en cambio,
quedó aprisionado en la cárcel de sus sentidos. No obstante, limó su astucia y
su sabiduría. Algunas religiones primitivas lo divinizaron. En la Edad Media se
le atribuyeron malignos poderes y pactos sobrenaturales. Fue perseguido bajo el
cargo de participar en aquelarres con demonios y con hechiceras. Hoy ha
proliferado en todo el mundo como animal doméstico. Es parte integrante de la
galería familiar. Se le tiene el respeto y el recelo que inspira todo ser
superior.
Quienes lo aman y quienes lo detestan
coinciden en asignarle atributos fantasmagóricos: ser dueño de siete vidas,
anunciar desdichas si es de color negro, y un sinfín de cosas que no le hacen
mella: su personalidad resulta insobornable a la opinión ajena. Sigue tan gato
como cuando era adorado por los egipcios o lo acosaban la ignorancia y el
salvajismo de épocas tan oscuras como la nuestra. Ahora y entonces resiste la
seducción o el desafío de las miradas: no pestañea ante nadie.
Lo calumniamos al suponerlo miembro de una
familia coronada por el tigre. El tigre es un gato al que la ferocidad ha
embrutecido, una ampliación superflua, inferior a la síntesis y armonía de su
modelo. Creemos haberlo subyugado porque está a nuestros pies. Sin embargo,
como este mundo es un espejo donde todo lo vemos invertido, en la dimensión de
la verdad el gato se encuentra muy por encima de nosotros. Compartimos algunas
semejanzas. Por ejemplo, el cortesano plagia los ardides del gato y todos
imitamos su ingratitud. Nunca damos las gracias y siempre dejamos de ronronear
en cuanto hemos obtenido lo que esperábamos.
El gato inventó el existencialismo: cada
momento representa para él una elección. A fuerza de meditar veinticuatro horas
al día vive en el absurdo y la vacuidad de todo sólo se aferra al instante en
que vive. Nunca sabremos lo que piensa el gato acerca de ese mundo tan mal hecho
y los seres con quienes comparte a pesar suyo el tiempo. Vana tarea estudiar el
misterio del gato, enigma irresoluble, máscara por la cual nos contempla y nos
juzga algo que ni siquiera sospechamos.
José Emilio
Pacheco
Ediciones
Era 1990
Imagen: Franz
Marc
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