MI TÍA CECILIA
Yo calculo que se me
han olvidado muchas cosas; pero la tarde en que murió mi tía Cecilia no se me
ha olvidado. Estuve cerca de su cama, sentado en una silla, viéndola a cada
rato levantar sus como para defenderse de aquella enfermedad que la lastimaba y
con la que estaba en pleito desde el amanecer.
Recuerdo que sacudía sus brazos como una
ciega que busca en la oscuridad algo que le está haciendo daño. Luego
descansaba. Estiraba las piernas y descansaba. Sólo oía yo su resuello ronco
que salía de su boca como borbotones de aire. De un aire seguramente malo,
porque a ella le repicaban los labios al respirar.
Yo pienso en el tiempo que ha pasado desde
el día en que ella murió, pues cuando murió yo me quedé solo. Ella, que tan apurada
anduvo por mí mientras vivió, al morir se le olvidó por completo encargarme a
alguien para que me cuidara. En aquel tiempo yo tenía diez años. Y no, no me
encargó con nadie.
Me recuerdo de que esa misma noche ya se
habían ido todos y me desperté yo solo. Estaba sentado junto a la cama de mi
tía Cecilia y ella estaba ahí también, mirándome con sus ojos abiertos sin
separarlos de mí, como si con ellos me quisiera decir algo con lo cual yo no
fuera a tener miedo nunca.
Me acuerdo de eso porque, al cerrarle los
ojos con mis dedos, pareció como si para siempre se acabara la luz y todas las
cosas se llenaran de oscuridad.
Estoy acostado en esta cama suya, donde
ella puso su cuerpo desdoblado para que no le costará trabajo a la muerte
llevársela, y pienso que ella no debía haberse muerto así de repente, sabiendo
que era yo el que iba a sufrir al no verla ya más.
Yo a veces pienso que ella no debía
haberme querido como me quiso para luego irse así de pronto, como si no dejara
ningún pendiente y, más todavía, pudiendo ver hasta con los ojos cerrados que
algo sufriría yo al no encontrarla ya más. Sí, ella calculó mal las cosas. Y lo
que yo digo es que debía haberse defendido un poco, pongamos por caso una hora
o dos horas más; aguantándose de algún modo, y ese tiempo lo hubiera
aprovechado para renegar de mí, diciéndome algo, por lo cual yo le guardara un
rencor que durara hasta ahora.
Pero hizo todo lo contrario. Parece que se
puso a buscar con sus gestos una fuerza que yo le había conocido y que me
gustaba ver en ella. Parece también que quería llenarme de esa fuerza para
siempre, como un regalo que me hacía a fin de que la vida no me fuera a asustar
nunca. Ahora me lo imagino así. Me imagino que mi tía Cecilia me quiso decir
eso con sus ojos, buscando la manera más sencilla de decírmelo.
Y si no hubiera sido porque alguien vino a
cerrarlos y a decirme: “Ella ya no está”, yo no me habría movido de ahí, porque
no, porque yo sabía que aquella mirada suya era la misma que solía poner cuando
se le derramaba el cariño que me tenía.
Texto y fotografía de
Juan Rulfo
Ediciones Era 1994
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