domingo, 13 de octubre de 2013

TORRE DE PAPEL

Extasiada por siempre con los amaneceres acuosos de Catemaco. En estado lánguido. Profundo.


De la vida de Irene, contada por ella misma.


Cuando Irene llegó a Catemaco tenía 18 años. Era una joven apagada, delgada, con apariencia de huérfana. Vendía legumbres en la placita del centro. Nunca se le conoció familia ni amistades. Solitaria, sentada en su banquita de madera, despachaba con lentitud sus verduras siempre frescas. 

Rentaba un pequeño cuarto de azotea al cual llegaba después de subir una amplia escalera metálica. Su casita era un pequeño pero imponente jardín botánico, una crisálida hinchada de clorofila. Los helechos crecían exuberantes, las piñanonas parecían inmensos abanicos verdes y las bromélias estallaban en insólitas flores púrpuras. También gustaba de caminar en las madrugadas por los alrededores de la laguna, sorteando toda clase de piedras volcánicas y manglares húmedos, sin alterarse por el vuelo de las garzas blancas y el alboroto de las chachalacas. Era una figura estéril, irisada por el resplandor del silencio.

Había ido a la escuela, sabía leer y escribir. En el vacío sofocante de sus tardes grises, hojeaba con delirio la única revista que se había atrevido a comprar. Era un pasquín descolorido por el uso que ostentaba el título de Confidencias. Después de una serie de consejos inútiles para la belleza, y un artículo insólito sobre las enfermedades secretas de la mujer, se podía leer una serie de anuncios, una letanía increíble ribeteada de corazones flechados:

“Hombre de 40 años, trabajador, sin vicios, no feo, busca la compañía de joven mujer, para emprender juntos un largo camino de amor con fines matrimoniales. Si tu corazón necesita de compañía y consuelo escríbeme, no te arrepentirás”. 

Antes de dormir y de leer veinte veces el mismo anuncio, guardaba la revista doblada en un cofrecito que escondía en el fondo de la gaveta del pequeño armario, le ponía candado y la llave la metía dentro de una lata que colocaba en la repisa de la esquina. Se lavaba la cara, se peinaba y se ponía un largo camisón blanco. 

Así sucedió durante quince años justos. Hasta que una noche, armada de valor escribió la carta de respuesta al anuncio del hombre amado en silencio y a distancia. A vuelta de correo, le contestó la viuda del hombre que había idealizado en un sinfín de noches húmedas, del hombre que había canonizado en un rito de palabras obscenas. Fue así como se enteró de que ellos se habían casado después de un romance epistolar, hasta que él murió ahogado de malos sueños mientras dormía. Cuando terminó de leer la misiva, un puñal de amargura le atravesó el corazón. 

Esa madrugada Irene parecía distinta. El color había desaparecido de su cara. Un viento de humillación se coló bajo su falda. Llovió toda la noche. La neblina se desparramó entre los árboles. 

La encontraron a la deriva, flotando boca abajo, carcomida por un cardumen de mojarras, cubierta de lirios y caracoles tiernos.

José González Gálvez 


Coatzacoalcos Veracruz mayo de 1992

PABLO NERUDA: FRAGMENTO DE POEMA


"Siento arder tu regazo y transitar tus besos 
haciendo golondrinas frescas en mi sueño"