lunes, 26 de abril de 2021

LA CASA EN LA TIERRA

 


Cuando el hombre busca a la mujer, se hace su casa, aunque la costumbre obliga a la nuera a vivir dos años con sus suegros y sólo después se muda a la que construyó su marido, merito enfrente. Si todo lo que ganaron los recién casados fue entregado a la pareja de viejos, de ahora en adelante trabajarán para su descendencia, los hijos por venir, su semilla sobre la tierra. Pero si no levantan su propia casa, nadie se ofende, ni la suegra, ni la nuera; porque entre los indígenas la casa da para mucho, envuelve a todos, empolla, se estira mágicamente. “Así nos calentamos” dicen. Tres generaciones duermen en un solo cuarto; el calor de los cuerpos, el del vaho se añade al de las brasas; el comal es el rescoldo del hogar. Y al día siguiente salen al campo, caminan con sus pisadas despaciosas para regresar en la noche, volver a encontrarse en este cuerpo de amor que es su casa, primigenia y hierática. Los hombres y las mujeres emergen de la tierra, son de piedra, estatuas de sí mismos; cincelados por el agua. El viento los fosiliza, el sol los calcina; y en este escenario desértico y vacío, al pie de las brasas que los iluminan se inicia el episodio milenario, por los tiempos de los tiempos y desde el principio de los tiempos.

     La casa la han hecho con sus manos y con los materiales que da la tierra, así como la hicieron sus abuelos y los abuelos de sus abuelos, siguiendo una ya larga tradición. Nada se deja al azar, nada se hace a lo loco, todo tiene un sentido, una finalidad, una razón de ser. Sólo la sociedad de consumo nos retaca la vista con líneas inútiles y objetos que siempre salen sobrando.

     Las casas son un poco de tierra más dentro del paisaje de tierra, de aire en el aire, de agua sobre el agua. En nada se distinguen del lugar en que yacen porque podrían ser montaña, lago, palma, barro.

     El ajetreo de la vida diaria se estrella contra las paredes de palma, de bambú, de adobe, de paja, de varas enjarradas con lodo que los hombres pulen hasta dejarlo lisito como piedra de río.

     Redondo es el cántaro, redonda es la fuente, también las estructuras son circulares; los techos se trenzan como el pelo de las mujeres y se van girando una y otra vez sabiéndose interesados en lo mismo: acabar la casa, cobijar a los suyos.

     El viento baja de las montañas y las casas lo atajan. Las tablas grandes han sido sacadas de un solo árbol cortado a mano con hacha. La misma mano que las ensambla recurre a grandes clavos de madera, remaches, cuñas que aprietan porque son del mismo palo. En el frío de la sierra ninguna casa es más caliente.

     El trabajo en común se hace platicando y así ni se siente el cansancio. Todo se vuelve fácil estando con los otros: liar la palma macizo a que apriete bonito, trenzarla mojada pa´ que amarre fuerte… Al atardecer es bueno sentarse para no tentar a Dios, oriarse pa´ que el sudor no cale y echarse un alguito de trago, tantito así nomás.

     Los muros resguardan las tragedias, los gustos, el tedio, el silencio, la esperanza de sus habitantes. Pero no se vive de puertas para adentro; las tareas se hacen afuera. Bajo el pórtico hilan las mujeres, desgranan el maíz, cardan la lana, vigilan el juego de sus hijos. Desde allí también miran el campo y cómo se acerca la tormenta.

     En el arte popular no hay regla; por eso la habitación es más libre: ninguna academia dicta ordenamientos, las ventanas también pueden no abrirse taponadas por varas o bambués y sin embargo, los moradores lo ven todo a través de las rendijas de luz. Mudos, espían el espectáculo rayado de la vida.

     El único tesoro es el grano y para él el coscomate redondo, triangular, macizo. A veces el cuarto de cocinar es una extensión de la casa; a veces también, el horno de pan hecho con piedra y barro es una bendición. Inmóvil la casa, inmóviles sus habitantes. ¿Para qué moverse si la tierra lo hace sola? Si la tierra le da la vuelta al sol, aguardan a que regrese; sienten sus rotaciones en cada año que pasa, y en cada hijo que crece, se despide y se va.

     ¿Y si le pido a Dios que me haga el milagro? Si le hago su fiesta, si soy mayordomo, si le compro su gruesa de gladiolas… Yo voy los domingos pero el padre no viene. Dice que está muy lejos… Bajo sus jóvenes piernas se extiende el puente que las lleva de un punto al otro, desde sus años niños hasta su destino incierto, desde su origen primero hasta su origen fatal, de una orilla a la otra.

     La muerte es sólo un montón de piedras que se van desmoronando y desde la primera fila del osario los muertos contemplan a las otras piedras: las del sol, las que todavía reciben la luz y la proyectan, las que son parte del trajín de los hombres, su afán, su diario amanecer.

 

Elena Poniatowska

 

Instituto Nacional Indigenista 1980

  

 

viernes, 23 de abril de 2021

UN POEMA DE JULIA DE BURGOS

 


¿Quieren el féretro del viento

agazapado entre mis greñas?

¿Quieren el ansia del arroyo,

muerta en mi muerte de poeta?

 

¿Quieren el sol desmantelado

ya consumido en mis arterias?

¿Quieren la sombra de mi sombra

donde no quede ni una estrella?

 

Casi no puedo con el mundo

que azota entero mi conciencia…

 

¡Dadme mi número! No quiero

que hasta el amor se me desprenda…

 

¡Dadme mi número, porque si no,

me moriré después de muerta!