sábado, 6 de agosto de 2016

JORGE LUIS BORGES: LA MONEDA DE HIERRO (FRAGMENTO)



¡Cuántas cosas distintas! Una mitología
de sangre que entretejen los hondos dioses muertos,
los nopales que dan horror a los desiertos
y el amor de una sombra que es anterior al día.

Jorge Luis Borges


ALEJANDRA PIZARNIK: ESTAR (FRAGMENTO)


ALFONSINA STORNI: CARTA 23 (FRAGMENTO)


MARTILLO PARA LOS SUEÑOS




No existe acto más solemne que el estertor agónico.                                                                                                                                              
Akira Kurosawa: Barbarroja

Para Teresa y Emilia, amigas entrañables, fingidas Marquesas de Sade.

Tengo sueño y pronto, muy pronto todo quedará inconcluso como siempre. Rosamunda me tocó el hombro y lentamente me di vuelta para verla. Tenía puesto el vestidito azul que tanto me gustaba, sus botitas de piel, el sombrero de paja, el delantal impecable con sus bolsas delanteras hinchadas, colmadas de hojas podridas y pétalos corrompidos. Sus manos me acariciaron las mejillas. Desperté sobresaltado, eran las ocho menos veinte. Aún sentía los párpados pesados y la habitual somnolencia de todas las mañanas. El dolor de cabeza, puntual como siempre, se instaló a sus anchas. Apreté el botón para no escuchar el ruido destemplado del reloj alarma. Intenté seguir durmiendo. Cerré los párpados lentamente y conté de cinco en cinco hasta lograr el sosiego de mi vigilia terriblemente atormentada. Me dormí. Cuando las oscilaciones Rem se normalizaron acudieron a mi sueño sosegado un cúmulo de imágenes en cámara lenta, dibujos aberrantes de pájaros abiertos y llenos de larvas viscosas.

Rosamunda marchaba delante de mí, radiante, fresca, tarareando rondas infantiles. En sus manos llevaba un reloj de leontina, un compás de agrónomo y una esfera de cristal. La seguía de cerca como se lo había prometido. El bosque tupido, espeso y oscuro, pesado y taciturno, simulaba una escenografía gótica. Un silencio profundo lo embargaba hasta que se vio interrumpido por un bullicio enorme, un estrépito de gorriones ciegos. Frente a nosotros estaba un gigantesco toro negro en actitud de acecho. En sus ojos había una furia incontenible. Una cólera que traspiraba a través de su áspero pelaje.
Ella había enmudecido. Inmovilizada por el pánico, resignada como vestal exangüe, se ofreció al holocausto. Los gorriones revolotearon agónicos.

Desperté bañado en sudor, boqueando, imposibilitado para hablar. Me temblaba todo el cuerpo. No pude contenerme y me oriné en la cama. Todo sucedió en la madrugada de un miércoles. La pesadilla volvió a repetirse como un engranaje turbio.

Han pasado exactamente dos meses desde que inicio mi martirio. He sentido un líquido cáustico que me destruye el cerebro. Un reguero de cristales que se me incrustan poco a poco. Una noche sin poderme contener entré a la habitación de Rosamunda. Acostado, sin encender la luz me abracé a sus almohadas y a tientas busqué su camisón. Tallándome el pene aspiré el aroma frutal de su cuerpo atrapado en el satén blanco.

Otra noche, en el cuarto sórdido de un motel, mi amante estaba vestida con el camisón robado. Mirándola consumido de placer tomé un látigo y comencé a golpearla sin piedad. Ella gemía de placer. Iracundo la penetré salvajemente. A cada movimiento animal, sus espasmos cargados de ansiedad me irritaban. Me retiré enloquecido, metí mis dedos en su vagina trémula y con las uñas la desgarré hasta que sangró. Ella gritaba extasiada.

Me besó en la frente. Quedamos huérfanos desde pequeños y ella ocupó el lugar de nuestra madre. La amé con vehemencia, con una obstinación morbosa. Rosamunda creció ante mis ojos, se transformó en la mujer que no debía de ser. Encolerizado empecé a espiarla a cada momento. Cuando la vi desnuda me sentí enfermo, la miré con repugnancia al descubrirle vello entre los muslos.

En el periódico habían pronosticado tormenta. Mi hermana estaba acostada desde temprano. Sin hacer ruido entré a su habitación. Alumbrado por el velador de la cómoda, su cuerpo resplandecía hierático, sublime, poblado de tonos metálicos. Tomé una de sus manos y la amarré a un extremo de la cama, al tomar la otra mano despertó atontada y sin coordinar los movimientos se dejó amarrar dócilmente, cuando terminé con el segundo pie no podía moverse, quiso gritar pero se lo impedí cubriéndole la boca con un esparadrapo. En sus pupilas dilatadas se dibujaba el pánico. La acaricié con ternura el cabello tratando de tranquilizarla. Complacido me senté a su lado y lentamente con hilo y aguja empecé a cocerle los labios de la vulva. La televisión no tenía imágenes ni sonido, un cúmulo de puntos luminosos bombardeaban sin misericordia la pantalla. Creí ver a través del cristal de la ventana el vuelo de un gorrión desorientado.

Desde aquí escucho como las ratas carcomen la madera podrida. Los caracoles han formado nidos bajo mis axilas lampiñas. Los gusanos se arrastran a través de mi boca sin labios y de mis cuencas vacías. El calcio de mis huesos invade la raíz de la mandrágora. Estoy cansado de llamar a Rosamunda; nunca me responde. Mis palabras son un remedo de voz, mi conciencia es un atisbo de agonía, mis sueños son una copia de la muerte.

José González Gálvez 

Ciudad de México diciembre de 1990
                                                                

LUVINA (FRAGMENTO)



Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo.

Juan Rulfo


ANSIEDAD


Silenciosa, acosada por miles de presagios, camino por todo lo ancho del jardín. Las hojas secas crujen bajo la presión de mis pies descalzos. Mis manos, atacadas repentinamente por un temblor, se crispan ante la vaguedad de lo incierto. Mi abdomen parece recibir los estímulos de mi inseguridad, todo mi cuerpo palpita ante la sensación de un nuevo ser gestado. Mis ojos recorren ansiosos las balaustradas de granito, los pasillos de mármol, las columnas dóricas, las estatuas de alabastro decapitadas, los macetones quebrados, las escalinatas en pedazos, los frontispicios en ruinas, las mansardas carcomidas. Me acuesto entre la hojarasca y sueño. Un árbol seco, de forma caprichosa, sostiene entre sus ramas nudosas a un cuervo que con movimientos ágiles y voluptuosos devora la carroña del pasado. Las parcas envueltas en lienzos de eternidad recorren sótanos, estancias, corredores vacíos de esta mansión en decadencia. Una explosión de soles incandescentes marca la anunciación original, mi cuerpo se mantiene dentro de un espasmo continuo y de entre mis piernas brota un surtidor de aguas cristalinas. El céfiro legendario viene arrastrando el desorden de la peste, de entre ella recojo un espejo que devuelve mi imagen transfigurada en ave. Un ánade pasa volando sobre un lago en reposo, y sus aguas aletargadas sucumben ante la mínima vibración del roce. Todo movimiento encerrado en el silencio de la noche, despierta ante el llamado heráldico de la muerte.


José González Gálvez 


Ciudad de México 1976

ALEJANDRA PIZARNIK: DIARIOS (FRAGMENTO)