Eran las cinco de la
mañana cuando Ulises llegó al muellecito de madera. En la playa estaban las redes zurcidas, los remos pulidos, la barca
reparada. El aire tenía un fuerte olor a sal, a corales, a guano de gaviotas.
A sus oídos llegaron
historias de marinos crepusculares, de ballenas gigantescas como islas, de
medusas fosforescentes igual que soles, de leviatanes bellísimos que se
confundían con sirenas.
Se abrieron los
océanos como el Mar Rojo de los hebreos. Ulises estaba en la otra orilla, con
el cuerpo cubierto de escamas magníficas y en lugar de pulmones, branquias
florecidas de rémora eterna.
Septiembre de 1987
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