La mujer leopardo se arremolinó sobre su propio cuerpo. Un bostezo de
fastidio marcó el final de la función. Afuera de la barraca se colgó un letrero
donde se leía la palabra: CERRADO.
Me colé entre bastidores por debajo de unas cajas de madera. Arrastrándome
llegué hasta la jaula. Sin hacer ruido, levanté la cortina poco a poco. Debajo
de una nube de mosquitos dormitaba la cautiva. En ese momento llegó el domador,
blandió el látigo, se descalzó las botas, se quitó la ropa y desnudo se acercó
a la fiera. La mujer leopardo parpadeo y nuevamente cerró los ojos. Si movió la
cola debió haber sido imperceptible su esfuerzo. El domador metió las manos a
través de los barrotes, y sin temor acarició el lomo afelpado de la fiera. Su
cara se descompuso mientras se tallaba contra la jaula. Un rugido de dolor me
sacó de mi ensimismamiento.
Esa segunda función me dejó un enorme vacio en el corazón. Salí
deshecho, con los puños en los bolsillos, ignorando aún si el bramido lo vomitó
el hombre o la bestia.
Después de muchos años, todavía recuerdo el tristemente célebre
espectáculo, de la mujer que se convirtió en felino, por morder la mano del
hombre que le prodigó su amor.
Coatzacoalcos Veracruz, abril de 1994
He leído tu texto y me ha gustado mucho. Me parece tierno y terrible. Esa mujer leopardo que se come a quien ama...
ResponderEliminarZulma Fraga