Esto es lo que soñé:
Federica la Loba
inició el vals. Eran exactamente las veinticuatro horas del primero de
noviembre. Un buharro escandaloso revoloteó sobre la concurrencia. El salón
gótico estaba iluminado con una veintena de cirios tan gruesos como columnas.
La música era verdaderamente lúgubre a pesar de que la orquesta, vestida de
pajarita, hacía hasta lo indecible por animar la velada. Una Dama
aristocrática, muy parecida a nuestra querida Leonora Carrington leía muy
atenta un viejo legajo de poemas:
¡Qué prueba de la
existencia
habrá mayor que la
suerte
de estar viviendo sin
verte
y muriendo en tu
presencia!
Esta lúcida
conciencia
de amar a lo nunca
visto
y de esperar lo
imprevisto;
este caer sin llegar
es la angustia de
pensar
que puesto que muero
existo. (**)
Varios ancianos
cubiertos de verde fosforescente hacían gala de su pericia ejecutando los más
difíciles movimientos de un fox trot arrítmico. La noche, negra como ala de
cuervo, extendió sus brazos sobre el castillo. Un grupo de nubes nómadas, se
arracimaron sobre la luna. Los meseros sirvieron la primera ronda de champagne.
La Dama sentada en una silla episcopal sorbió traguitos de su copa de cristal
de Bavaria, a su lado una pareja de hienas reían sin parar. Con una elegancia
sin par, se calzó el impertinente para verlas mejor, y no pudo reprimir un
respingo, cuando descubrió por el hedor que despedían, que no se habían bañado
en semanas. Acudió un mayordomo solemne que las roció con desodorante para apaciguar
su mal olor. Las hienas quitadas de la pena siguieron riendo, mientras
degustaban ricos panecillo con gelatina amarga.
En el roce, en el
contacto,
en la inefable
delicia
que desemboca en el
acto,
hay un misterioso
pacto
del espasmo delirante
en que un cielo
alucinante
y un infierno de
agonía
se funden cuando eres
mía
y soy tuyo en un
instante. (**)
Cuando Federica la
Loba, divisó a los Duques de Otrato, corrió a besarlos. En su frenética carrera
tropezó con un ataúd y sin poder evitarlo cayó de bruces haciéndose añicos. Los
aristócratas con un mohín de fastidio, se sacudieron la polilla que les salpicó
en la cara.
El cielo se llenó de
sombras extrañas. Del torreón se desprendió una parvada de murciélagos
chillones. La Dama se arregló la peluca, sus zapatillas de piel de iguana viva,
lengüetearon con parsimonia. Un señor muy pequeño, del tamaño de un hongo, se
acercó para invitarla a bailar, pero la Dama en forma correcta denegó la
invitación pretextando una fuerte jaqueca.
Un grupo de
esqueletos de azúcar glass pasaron acompañados de una mujer joven con cara de
yegua. De golpe se abrió la puerta principal. Todos los invitados se quedaron
estupefactos. Un aliento glacial azul prístino entró arrastrando sus hilachas.
La Dama sintió frío y se cubrió con su capa de plumas de Ave Fénix.
“La Muerte se
columpia en la cola de un gato. El gato maúlla un poco, sin enterarse de lo que
pasa. A la Muerte el traje de noche le arrastra por el suelo, pero no le
importa ensuciarlo”. (***)
La fiesta continuó
entre los acordes de una polka, donde bailaban frenéticas varias gárgolas,
cinco nosferatus y un homúnculo. La Dama se quedó dormida para siempre sentada
en su sillón episcopal, bajo sus pies estaban regados unos pergaminos.
Incansables y sin dejar de tejer, dos tarántulas le cerraron los párpados. El
reloj de péndulo dejó de funcionar. La neblina azul metálico abandonó la
estancia, sus retazos dejaron un reguero de escarcha.
En vano amenazas
Muerte,
cerrar la boca de mi
herida
y poner fin a mi vida
con una palabra
inerte.
¡Que puedo pensar al
verte,
si en mi angustia
verdadera
tuve que violar la
espera;
si en vista de tu
tardanza
para llenar mi
esperanza
no hay hora en que yo
no muera! (**)
Coatzacoalcos
Veracruz, Día de los Fieles Difuntos 1993
(*) Título de un
filme de Juan Luis Buñuel
(**) Décima muerte,
poema de Xavier Villaurrutia
(***) Aventura con la
Muerte de fuego, cuento de Maruxa
Vilalta