De Anaïs Nin decía Henry Miller que era especial, especial
porque carecía de conciencia de culpa, especial porque podía vivir cual
situación sin inmutarse. Un triángulo perfecto con Miller y con June, esa mujer
a quien otras mujeres paraban en la calle para decirle: Usted es la mujer más bella del mundo, y se lo decían tanto en
Nueva York como en París. Anaïs Nin no era tan bella, pero soportaba vivir
compartiendo con June (de la cual a su vez estaba un poco enamorada) al vital
autor de los Trópicos de cáncer y de
capricornio. June. Dice Miller, se divorció porque estaba celosa de Nin. Anaïs
estuvo mucho tiempo oculta, o mejor, fue conocida por un grupo de amigos que la
admiraban y la apreciaban en lo que valía (entonces). Ya había, naturalmente,
empezado a escribir sus diarios hacía mucho tiempo, desde el momento mismo en
que, separada de su padre, quiso estar cerca de él mediante un cuaderno de
escritura que llenaba el vacío y tendía cualquier puente. Y no sólo escribía
diarios sino hasta novelas pornográficas para mantener a sus amigos escritores
y artistas, además de novelas publicadas y poco leídas antes y ahora. Luego,
sus diarios la hicieron famosa, a una edad madura.
Ahora la fama
aguarda a Frida Kahlo a quien comparo con Anïs Nin. Los diarios de esta
escritora repiten, como cualquier diario, por supuesto, el pronombre en tercera
persona. No es difícil leer en esas páginas la palabra yo, no es difícil
leerla, al contrario la palabro yo pulula como las arenas sobre la playa. No
hay diario sin pronombre personal. El eco de Narciso asoma y las reflexiones en
torno al yo son primordiales. Pero en Anaïs el yo revela un narcisismo exagerado,
un deseo permanente de teatralidad, de exhibición; el autorretrato en Frida
revela una necesidad de conocerse. Me detengo: Un diario es siempre un deseo de
conocimiento. El que se escribe necesita conocerse. Nin materializa sus deseos
y eterniza sus memorias, y en ellas es el centro. Frida es reiterativa, y su
acción pictórica es perpetuamente espectacular. Espectacular en el sentido más
perfectamente literal. Su caballete y sus pinceles están situados enfrente del
espejo y es enfrente de éste que Frida pinta. La luminosidad del ambiente se
revierte en el cristal de su mirada y la mirada se fija, curiosa, extenuada, en
ese espejo que le devuelve un rostro. Rostro particular, rostro enmarcado por
una masa capilar que se extiende y ramifica para decorar las zonas que debieran
estar desnudas. El bigote, inusitado en una mujer, o por lo menos depilado en
las que lo tienen, brota perfecto, más perfecto aún por la complacencia con que
Frida lo coloca, pelo a pelo, sobre el labio superior en connivencia estética y
armónica con el pelo que se crece sobre los ojos y se desliza hasta formar una
línea continua sobre la nariz. Así, trenzas, bozo y cejas forman un todo
continuo, un todo continuo que animaliza y embellece, y la prueba de ello es la
cercanía que Frida mantiene, embelesada, con esos changuitos que como su rostro
pululan en torno a ella, repitiéndola, espejándola. La proliferación de
vegetación tropical que se nota en los fondos de los cuadros, aun en aquellos
que pudieran ser más sobrios, como el de la abuela Morillo, es la consecuencia
directa de esta exageración. En los cuadros de Frida hay una gestación y una
proliferación perpetuas, proliferan los frutos, el cabello, el color y los
autorretratos.
Para ella la
maternidad es fundamental. Perogrullada. Pero la maternidad falla porque el
cuerpo está destrozado, perforado, dañado para siempre y la maternidad es aquí
solamente asesina. Es la sangre que mana de los agujeritos múltiples de la
mujer asesinada por “unos cuantos piquetitos”, es la mujer cuyo torso es un
cuerpo mutilado pero gestador de excrecencias que se multiplican y pasan a
formar parte del fondo como paisaje y como materia plástica perfecta. La
proliferación selvática en Frida es la maternidad que no se le dio en vida y se
da en los cuadros, ramificándose en los árboles, en los frutos, en la cara, en
forma de vellosidades múltiples.
Ese traje
encubridor de los defectos, de los corsés, el traje, producto de un folklorismo
que puede parecer provocado y artificial, es para mí, la prenda necesaria y
definitiva de esa proliferación ¿Cómo enmarcar la abundancia y la
proliferación? Sólo pueden ser un marco adecuado los encajes, los olanes, los
listones que se enredan entre las trenzas y se convierten en cabellos, los bordados
que repiten, a veces con ingenuidad, las flores y los frutos que determinan el
entorno, ese entorno que jamás se deja vacío, ni siquiera con un color
detonante, pero liso, ese entorno que es como el cuadro que Frida regala a
Diego, un marco digno de su contenido, un marco donde, otra vez, proliferan los frutos del mar, conchitas y caracoles que
se trenzan delicadamente al retrato y se eslabonan dentro de él para repetir la
entrega. Las conchas y los caracoles marinos, frutos del mar, como los mangos y
los plátanos y las piñas son los frutos de una tierra tropical. Y en los trajes
de tehuanas que vengo descubriendo se gesta también una reflexión. Reflexión
coloreada y pulcra: La mujer tehuana es quizá la mujer más definida de todas
las mujeres mexicanas. Lola Olmedo aparece, maravillosa, pintada por Diego, en
un cuadro donde su rostro, la multiplica porque a la vez el traje de tehuana le
otorga una carnalidad perfumada y caliente, propia de esa tierra donde las
mujeres visten un traje que las hace a la vez santas (por el halo que les da el
tocado) y lascivas (por la estentórea carnalidad con que el traje las realza).
Un traje de tehuana me recuerda a una piña y me la recuerda sólo cuando veo los
cuadros de Frida. La pulpa, la carnosidad frutal son especiales. En esa
carnosidad no existe la sangre, en cambio en la carnalidad femenina la sangre
prolifera e inunda el cuadro incontenible.
Frida Kahlo se
observa y de su mirada poblada surge el pincel (hecho de pelos de sus cejas)
definiendo un yo que nunca acaba de asirse cabalmente, y por ello, recomienza
ante nuestros ojos (y los suyos) perpetuamente.
Margo Glantz
Universidad Autónoma del Estado de México 1984
Portada: Luis Eduardo Jurado