La conocí en 1923, en la Preparatoria. Era Frida Kahlo. Tendría 13 años. Había nacido un 7 de julio en Coyoacán en la casona que hoy habita. Era una chica espléndidamente alegre, sobreabundante de vitalidad. Pasaba casi inadvertida la parálisis infantil de su pie derecho, acontecida en 1916. De mediana estatura proporcionada, lucía esbelta por esa especie de luz que irradiaba su rostro. Negra la nutrida cabellera ocasionalmente peinada de “chinos”, después arreglada con recorte varonil. Reducida y delicada la nariz. Breve la boca y delgados los labios maliciosos. La barbilla partida. Abundante y cerrada la moruna ceja. Larga y rizada la pestaña que hacía tenue la sombra al suave café tierno de los ojos. Bella y despejada la frente juvenil. Levemente oval el rostro como en aquella muchacha semidesvanecida que logró Renoir en “El columpio”. Supuesta la memoria cabal de que su cuerpo daba indicios, se antoja reconocer, por contraste a lo curvo de las formas, su mirada tan recta, expresión de su vida. La reconstruyó con una mochila que le fue inseparable, que le prestaba gracia, tinte de colegiala, ritmo de ingenuidad. Excepto lo húngaro de su apellido, todo en ella, como ella misma, era mexicano. Se diría que en ella lo refinado y lo distinguido se articulaba con lo popular. No era una cautivante belleza de Cumplido, ni una chica de las que fotografió el XIX con candoroso estilo. Sugería un poco a las figuras femeninas, sencillas y encendidas que hicieron las primicias tipográficas de Posada en Aguascalientes; tenía un calor de llama mexicanísimo, fáustico, en movimiento. Unida su clara inteligencia a su avidez literaria. Frida poseía singularidad de personaje de corrido mexicano, muchacha culta de la clase media que parecía desprendida de las páginas de Azuela, de sus primeras novelas de costumbres. Su animada conversación, sus modismos deliciosos, aun el “caló” debido a los “Cachuchas” —que fue su grupo— acusaban en Frida la preparatoriana una jovialidad peculiar, una coqueta picardía, el cadencioso arrastre de las sílabas, las rápidas frases de su mal hablado ingenio. Entonces prefería usar blusas de manga corta, con lo que sus redondos brazos alegraban nuestra vista. Y prefería los colores vivos en sus telas.
Baltazar Dromundo
Editorial Guaranía 1956
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