Apenas cerrada la puerta que ella misma dibujara con un dedo en el cristal con “vaho” de una ventana; devuelta a su soledad de siempre enferma; repudiada por el “interior de la tierra” a donde llegó esa vez no por propio designio, sino por el “primer accidente” que sufriera en su vida al ser atropellada por un tranvía cuando tenía dieciséis años, FRIEDA KAHLO iluminó su primer autorretrato.
Muy lejos estaba en 1926, de desgarrarse
“el seno y el corazón para decir la verdad biológica de lo que siente en ellos”
para citar las palabras del “segundo accidente” sufrido, es decir: Diego
Rivera; y más distante aún de plasmar las visiones y fantasías que hoy dominan
su arte de retablo, surrealista y mágico. Simplemente, Frieda era una niña que
quería jugar a ser pintora.
De entonces a hoy, ella ha insistido en el
tema de pintar el paisaje de sí misma. Todos sus autorretratos son
interrogaciones, dice Paul Westheim “en torno al sentido y destino de ese ser
humano que es ella misma en medio del misterio de este Universo”. El que hoy
reproducimos, como antecedente de todos los demás, —el original fue destruido
por Frieda al filo de navaja— ¿no plantea ya una interrogación? Su figura
frágil destaca de entre un mar de olas agudas, retorcidas, toscas; tal como si
presintiera, en ese año de su iniciación pictórica, que iban a clavársele, en
el tránsito de su vida a muerte, como dardos de dolor, de soledad, de drama.
Miguel Nicolás Lira
Revista Huytlale, abril de
1953
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