A despecho
de su parvedad, es la más atroz de las numerosas criaturas acuáticas de los
mexicanos. La describo: es como un perrito tehui
de corta pelambre y orejas puntiagudas. Su cola tiene la forma de la mano de un
hombre. Su cuerpo es negro y escurridizo y sus manos son de mapache o de mono.
Su disciplina homicida es incomplicada; sume a sus víctimas empleando su brutal
mano-cola. Para que nadie intente rescatar a su presa, le da por batir el agua
levantando espuma y olas que ahuyentan a los hombres. Amparado a la espléndida
confusión de ese pandemónium acuático, el ahuitzotl
se hunde con su víctima.
Un tuberoso cadáver despojado de ojos, de
dientes y de uñas aparecerá, al cabo de unos días, flotando en la laguna. Con
todo no se percibe en él ninguna huella de violencia. Sus miembros están
intactos: “sólo tiene su cuerpo —aseguran los informantes de Sahagún—
cardenales como producidos por el roce del agua, como si alguno lo hubiera
apedreado, lo hubiera llenado de cardenales.”
Ningún hombre común (ningún pecador)
aspira a recobrar el cadáver de la víctima. Esa ocupación hierática corresponde
a una oscura suerte de ministros llamados “guardianes de Dios” quienes lo
rescatan y honran puntualmente, porque está escrito que aquel hombre ascenderá
al cielo, al lugar llamado Tlalocan.
Tendido en un lecho de bejucos, cortejado por flautas y chirimías, es conducido
para su inhumación al Lugar de la Casa de la Niebla.
El Destino (siempre celoso de los
equilibrios) suele escatimar víctimas al ahuitzotl.
Esa restricción inapelable lo acongoja y rompe a llorar, como lo haría un bebé.
Quien advierte ese tierno plañido, infiere de inmediato que se trata de un niño
abandonado. Angustiado, lo busca en el agua hasta dar con la muerte.
Los pesquisidores de Sahagún recogen esta
leyenda: una vieja con insólita facilidad, logró coger un ahuitzotl. Lo ocultó bajo su camisa y cuando llegó a su casa lo
introdujo en un jarro lleno de agua. Una mañana lo mostró orgullosa ante un
grave consejo de sacerdotes. Estos, espantados, le gritaron que había capturado
al dios Tlaloc. Luego se desbandaron ruidosamente. La mujer intuyó su perdición
irremisible. Entendió, con horror y resignación, que aquel infortunado hecho
representaba su muerte.
Entre los muiscas (chibchas) se habla de
un dragoncillo habitante de la laguna que le sacó los ojos a una niña. En la
laguna de Guatavita (Colombia) mora un demonio-culebra llamado Fuzachogue,
opina Walter Krickeberg.
Roldán
Peniche B.
Panorama
Editorial 1987
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