domingo, 10 de mayo de 2020

CARLOS PELLICER Y LA POESÍA DE LA NATURALEZA



Posiblemente el más rico y vasto de los poetas mexicanos contemporáneos es Carlos Pellicer. Alguien lo señaló como el más caudaloso y el elogio es justo. Difícilmente se encontrará, en las letras hispanoamericanas contemporáneas, una obra como la de Pellicer; sólo, quizá, Alberti —con quien, en algunos momentos, tiene ciertas afinidades— lo iguala. Hay, sí, poetas más perfectos; o más densos, afilados o agudos, pero ninguno tiene su amplia respiración, su deslumbrada sensualidad. Hay un aire de nacimiento en todo lo que toca; sabe devolverle a las cosas su “perdida frescura”, su gracia y su resplandor. No importa que en la poesía de Carlos Pellicer la reflexión y la angustia ocupen un sitio muy reducido, porque en cambio las otras potencias del espíritu, desdeñadas por el hombre moderno, lo inundan todo con su dichosa presencia. En este sentido, su poesía es una vena de agua en el desierto; su alegría nos devuelve la fe en la alegría, en la posibilidad de la sorpresa.
     Si a la poesía de Neruda la preside el tacto y a la de Gorostiza la inteligencia, a la de Pellicer la definen los ojos. “Poeta del paisaje”, han dicho, con intención de limitarle. Pero su paisaje tiene sensibilidad y movimiento; es un “estado del alma” dichoso y deslumbrado. En la poesía de Pellicer hay un intento de transformar el mundo; en tanto que los otros lo sufren o lo niegan, él, con un candor jubiloso pretende ordenarlo. En los primeros tiempos este orden era el juego: “Pondré el mar a la izquierda / Jugaré con las casas de Curazao…” El orden del juego, sin embargo, no es más que un milagroso y momentáneo desorden; y este desorden fue substituido, después, por un orden monumental, como si quisiera recordar a los toltecas y a los mayas. La alegría de la sorpresa desaparece, para cederle el sitio a la unción del que contempla y ordena. A esta época de su producción corresponden algunos de sus más importante poemas y, sobre todo, aquel que juzgo, dentro de este aspecto de su obra, como el más realizado, poseedor de un equilibrio arquitectónico: “Esquema para una oda tropical”. En ningún poeta moderno alienta este espíritu ordenador de la naturaleza y en esto reside la singularidad y la importancia de Pellicer para la literatura de América. Llamarlo “poeta del paisaje” es una verdad a medias, porque su propósito es mucho más importante que el del simple paisajista. Claro que en todo paisaje la naturaleza está sometida a una perspectiva y a un orden, pero en Pellicer el orden no tiene las dimensiones ni el sentido del paisaje habitual, sino que pretende crear una arquitectura y una mitología con los elementos originales del mundo.
     Todo poeta es un creador de mitos. Los mitos de Pellicer son de aquellos que hieren no al sentimiento ni a la razón sino a otras facultades del espíritu. La contemplación, la embriaguez de los ojos ante la grandeza del mundo; el humor, un humor que no tiene nada que ver con la ironía de la inteligencia, sino que brota de la salud del espíritu, conforme con su limitación; el pasmo y el asombro y la queja patética ante la pequeñez del hombre, son las notas salientes de la poesía de Carlos Pellicer. Si en cierto modo continúa una tradición mexicana del paisaje, rebasándola; si, desde otro punto de vista, su poesía se ostenta como la heredera del Darío de algunos poemas de Cantos de vida y esperanza, también es cierto que no pertenece tanto al pasado como al porvenir. La naturaleza, abandonada durante tanto tiempo por los poetas modernos, espera, como dormida, y hablando, balbuceando casi, entre sueños. ¡Dichoso aquel que escucha sus secretas palabras, en las que alienta un presentimiento y una esperanza!

Octavio Paz
Editorial Vuelta 1988  

Imagen: Diego Rivera
  


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