Posiblemente
el más rico y vasto de los poetas mexicanos contemporáneos es Carlos Pellicer.
Alguien lo señaló como el más caudaloso y el elogio es justo. Difícilmente se
encontrará, en las letras hispanoamericanas contemporáneas, una obra como la de
Pellicer; sólo, quizá, Alberti —con quien, en algunos momentos, tiene ciertas
afinidades— lo iguala. Hay, sí, poetas más perfectos; o más densos, afilados o
agudos, pero ninguno tiene su amplia respiración, su deslumbrada sensualidad.
Hay un aire de nacimiento en todo lo que toca; sabe devolverle a las cosas su
“perdida frescura”, su gracia y su resplandor. No importa que en la poesía de
Carlos Pellicer la reflexión y la angustia ocupen un sitio muy reducido, porque
en cambio las otras potencias del espíritu, desdeñadas por el hombre moderno,
lo inundan todo con su dichosa presencia. En este sentido, su poesía es una
vena de agua en el desierto; su alegría nos devuelve la fe en la alegría, en la
posibilidad de la sorpresa.
Si a la poesía de Neruda la preside el
tacto y a la de Gorostiza la inteligencia, a la de Pellicer la definen los
ojos. “Poeta del paisaje”, han dicho, con intención de limitarle. Pero su
paisaje tiene sensibilidad y movimiento; es un “estado del alma” dichoso y
deslumbrado. En la poesía de Pellicer hay un intento de transformar el mundo;
en tanto que los otros lo sufren o lo niegan, él, con un candor jubiloso
pretende ordenarlo. En los primeros tiempos este orden era el juego: “Pondré el
mar a la izquierda / Jugaré con las casas de Curazao…” El orden del juego, sin
embargo, no es más que un milagroso y momentáneo desorden; y este desorden fue substituido,
después, por un orden monumental, como si quisiera recordar a los toltecas y a los
mayas. La alegría de la sorpresa desaparece, para cederle el sitio a la unción del
que contempla y ordena. A esta época de su producción corresponden algunos de
sus más importante poemas y, sobre todo, aquel que juzgo, dentro de este
aspecto de su obra, como el más realizado, poseedor de un equilibrio
arquitectónico: “Esquema para una oda tropical”. En ningún poeta moderno
alienta este espíritu ordenador de la naturaleza y en esto reside la
singularidad y la importancia de Pellicer para la literatura de América.
Llamarlo “poeta del paisaje” es una verdad a medias, porque su propósito es
mucho más importante que el del simple paisajista. Claro que en todo paisaje la
naturaleza está sometida a una perspectiva y a un orden, pero en Pellicer el
orden no tiene las dimensiones ni el sentido del paisaje habitual, sino que
pretende crear una arquitectura y una mitología con los elementos originales
del mundo.
Todo poeta es un creador de mitos. Los
mitos de Pellicer son de aquellos que hieren no al sentimiento ni a la razón
sino a otras facultades del espíritu. La contemplación, la embriaguez de los
ojos ante la grandeza del mundo; el humor, un humor que no tiene nada que ver
con la ironía de la inteligencia, sino que brota de la salud del espíritu,
conforme con su limitación; el pasmo y el asombro y la queja patética ante la
pequeñez del hombre, son las notas salientes de la poesía de Carlos Pellicer.
Si en cierto modo continúa una tradición mexicana del paisaje, rebasándola; si,
desde otro punto de vista, su poesía se ostenta como la heredera del Darío de
algunos poemas de Cantos de vida y
esperanza, también es cierto que no pertenece tanto al pasado como al
porvenir. La naturaleza, abandonada durante tanto tiempo por los poetas
modernos, espera, como dormida, y hablando, balbuceando casi, entre sueños.
¡Dichoso aquel que escucha sus secretas palabras, en las que alienta un
presentimiento y una esperanza!
Octavio Paz
Editorial
Vuelta 1988
Imagen:
Diego Rivera
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