Solo mi corazón sobre la cama
queda latiendo.
Jaime Sabines
Me llamo
Eleonora Fabrizia Paula Maruja, descendiente directa de la dinastía de los
duques de Braganza y prima segunda del virrey de la Nueva España. Desde que fui
desterrada a este pequeño islote de San Brandán, para pasar recluida el resto
de mi vida entre farallones, me conocen como la reina loca, por la manía
perniciosa que tengo de pintar corazones abiertos, chorreando sangre espesa y
humeante, en las paredes. Y es tal mi delirio que ya no alcanzan las murallas
de la ciudad para tantos dibujos de niña grande.
Mis captores no
quisieron mancharse, pero yo hubiera deseado correr la misma suerte de toda la
familia real, ahora soy una huérfana expósita, encerrada en estas enormes
murallas para volverme loca. Cuando sin pensarlo tallé mis manos abiertas en
los bloques de piedra múcar, las descubrí lastimadas, en carne viva, entonces,
por una malsana asociación de imágenes con los ritos aztecas, pinté un corazón
sangrante. Así nació la idea, y así nacieron cientos de corazones en las
murallas expuestas a la sal corrosiva del mar, a los vientos alisios del norte,
al guano fermentado de los albatros sin rumbo.
La reina loca,
la reina roja, la reina madre. Me quitaron todos los títulos nobiliarios, se
llevaron los espejos para que no fuera testigo del tiempo, me escondieron las
llaves de las habitaciones, pero me abrieron el aldabón del portón principal,
sola así puedo recorrer a solas las murallas que protegen la ciudad casi vacía,
porque sus habitantes son cada vez menos, desaparecen como engullidos por las
salinas de los alrededores.
Una noche me
despertó el golpeteo insistente de una ventana, me levanté presurosa, había
tormenta, el resplandor de los relámpagos enceguecía por momentos, cerré los
postigos y me iba a regresar cuando descubrí una de las puertas con la llave en
la chapa. La curiosidad pudo más que mil advertencias. Abrí la puerta y entré.
Encendí un quinqué para hacer a un lado la penumbra; en un apolillado armario
se encontraba un libro único, tan viejo como la construcción de la muralla, en
sus páginas había una clasificación interminable de herbolaria y anatomía
humana, en un apartado estaba la imagen casi viva de un corazón sangrante, tan
precisa y nítida que podía tomarlo entre mis manos. Sentí que mis hombros se
humedecían, entonces noté horrorizada que del cielo raso goteaba sangre.
Estoy cansada,
quiero dormir y cerrar los ojos para siempre, quiero abrazar a mis hijos,
reunirme con ellos en el limbo porque sé que no han podido llegar al paraíso,
quiero ayudarlos a cruzar el lago, ponerles las monedas en los ojos y besarlos.
Pero me estoy consumiendo en vida, atiesándome por la salmuera inclemente que
está impregnada en el aire.
En una de las
tardes de verano en que salgo a mi paseo diario, noto el viento tranquilo, sin
ningún sonido, y una luz diáfana que parece no ser de este mundo, una luz
submarina, de ópalo profundo, cáustica como el veneno, una luz enérgica que me
transparenta hasta los huesos, y me incrusta en la piedra múcar hasta
disolverme en esquirlas calcáreas que vuelan como escupidas por un vórtice.
Entonces los corazones de las murallas comienzan a latir al unísono hasta
secarse y quedar como manchones difusos.
Siempre existen
puertas que nunca deberían abrirse.
José González Gálvez
Abril de 2013
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