jueves, 20 de noviembre de 2014

ROJO EN EL CORAZÓN DEL VIENTO

                                                            Solo mi corazón sobre la cama queda latiendo.
                                                            Jaime Sabines

Me llamo Eleonora Fabrizia Paula Maruja, descendiente directa de la dinastía de los duques de Braganza y prima segunda del virrey de la Nueva España. Desde que fui desterrada a este pequeño islote de San Brandán, para pasar recluida el resto de mi vida entre farallones, me conocen como la reina loca, por la manía perniciosa que tengo de pintar corazones abiertos, chorreando sangre espesa y humeante, en las paredes. Y es tal mi delirio que ya no alcanzan las murallas de la ciudad para tantos dibujos de niña grande.

Mis captores no quisieron mancharse, pero yo hubiera deseado correr la misma suerte de toda la familia real, ahora soy una huérfana expósita, encerrada en estas enormes murallas para volverme loca. Cuando sin pensarlo tallé mis manos abiertas en los bloques de piedra múcar, las descubrí lastimadas, en carne viva, entonces, por una malsana asociación de imágenes con los ritos aztecas, pinté un corazón sangrante. Así nació la idea, y así nacieron cientos de corazones en las murallas expuestas a la sal corrosiva del mar, a los vientos alisios del norte, al guano fermentado de los albatros sin rumbo.
La reina loca, la reina roja, la reina madre. Me quitaron todos los títulos nobiliarios, se llevaron los espejos para que no fuera testigo del tiempo, me escondieron las llaves de las habitaciones, pero me abrieron el aldabón del portón principal, sola así puedo recorrer a solas las murallas que protegen la ciudad casi vacía, porque sus habitantes son cada vez menos, desaparecen como engullidos por las salinas de los alrededores.

Una noche me despertó el golpeteo insistente de una ventana, me levanté presurosa, había tormenta, el resplandor de los relámpagos enceguecía por momentos, cerré los postigos y me iba a regresar cuando descubrí una de las puertas con la llave en la chapa. La curiosidad pudo más que mil advertencias. Abrí la puerta y entré. Encendí un quinqué para hacer a un lado la penumbra; en un apolillado armario se encontraba un libro único, tan viejo como la construcción de la muralla, en sus páginas había una clasificación interminable de herbolaria y anatomía humana, en un apartado estaba la imagen casi viva de un corazón sangrante, tan precisa y nítida que podía tomarlo entre mis manos. Sentí que mis hombros se humedecían, entonces noté horrorizada que del cielo raso goteaba sangre.

Estoy cansada, quiero dormir y cerrar los ojos para siempre, quiero abrazar a mis hijos, reunirme con ellos en el limbo porque sé que no han podido llegar al paraíso, quiero ayudarlos a cruzar el lago, ponerles las monedas en los ojos y besarlos. Pero me estoy consumiendo en vida, atiesándome por la salmuera inclemente que está impregnada en el aire.
En una de las tardes de verano en que salgo a mi paseo diario, noto el viento tranquilo, sin ningún sonido, y una luz diáfana que parece no ser de este mundo, una luz submarina, de ópalo profundo, cáustica como el veneno, una luz enérgica que me transparenta hasta los huesos, y me incrusta en la piedra múcar hasta disolverme en esquirlas calcáreas que vuelan como escupidas por un vórtice. Entonces los corazones de las murallas comienzan a latir al unísono hasta secarse y quedar como manchones difusos.

Siempre existen puertas que nunca deberían abrirse.


José González Gálvez 

Abril de 2013

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