La
noche profunda se alumbró con las pocas luminarias que aún quedaban de pie; la
calle permanecía insólitamente siniestra, abanicada por las ramas de las
casuarinas. No había transeúntes. Ahí me había citado Anastasia, -se puntual-
me dijo, -once y media, avenida de los frailes número 666- Las enormes casonas
coloniales parecían deshabitadas; de los balcones derruidos, los pedazos de
cortinas se mecían regidas por el viento. Un chotacabras con su canto ronco, se
escondió entre las tejas contiguas.
La
aparición repentina de Anastasia me heló
del susto, tardé un momento en reponerme, inclinado, deteniéndome las rodillas
que cloqueaban como desatadas de sus ligamentos. Cuando pude contenerme quise
reprocharle, pero mi amada me lo impidió poniendo un dedo largo, huesudo e
increíblemente helado a pesar del calor del trópico, me tomó de la mano y me
condujo a través del portón abierto de la casa contigua, cruzamos el patio que
antaño debió haber sido un jardín hermoso, quise encender una lámpara de mano,
pero nuevamente mi bella guía me lo impidió. Subimos lentamente los escalones y
nos internamos en un laberinto de habitaciones que olían a rancio, nos
encontramos con un montón de baúles de diferentes tamaños y en la última recámara
una cuna de latón. Ahí me soltó la mano
entumecida por el frío. Se acercó lentamente como si levitara y sacó de
la cuna un ropón amarillento que besó con delirio. Lo colocó nuevamente dentro
de la cuna y se acercó a mí, con aliento glacial me dijo –no lo olvides, Dios
en su infinita misericordia nos permite regresar, aunque el pueblo piense que
son cosas del innombrable- Me dio la espalda. Salió al balcón y su figura se
confundió con las cortinas que flotaban empujadas por una corriente de aire. Escuché
nuevamente el sonido ronco del chotacabras. Cuando me acerqué al pretil
Anastasia había desaparecido, dos ladrillos flojos se soltaron y cayeron a la
calle. Regresé sobre mis pasos deteniéndome del barandal podrido. Para poder
salir hube de sortear varias dificultades, pues las habitaciones me llevaban de
regreso a mi punto de partida. Cuando por fin llegué al portón lo encontré
cerrado. Traté de abrirlo pero estaba atorado, comencé a golpear con fuerza,
recuerdo que también grité. Por fin me abrieron dos indígenas muleros que me
veían azorados.
-Pos
que hacía ahí Patrón, ¿No sabe que en esa casa espantan?-
Septiembre de 2013
Septiembre de 2013
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