Lo último que
Melisenda vio antes de perder la cabeza, fue el vuelo de un ángel en el aciago
día de sus miserias.
Su desgracia fue
haber conocido a San Jerónimo, un hombre que se había quedado ciego por
alcanzar la santidad en vida y la bendición de poder hablar con Dios cuando
caía en éxtasis.
Lo conoció en laudes
y a partir de ese momento no volvió a tener sosiego, jamás pudo borrar de la
memoria su figura adelgazada por el ayuno perpetuo, sus pies de mártir y su
cara afilada por la gloria del Espíritu Santo.
Desencajada, se
consumía por dentro. Consiente de su culpa no podía dormir, tampoco escuchaba
las homilías pues cubría sus oídos con bolas de esparto. No comulgaba, y a
solas utilizaba el cilicio anudado a la cintura y los horcones de madera sobre
sus hombros.
Pero nada le daba
descanso, todo sacrificio le resultaba inútil. Prisionera de los amores en
discordia, no podía olvidar la figura de San Jerónimo. Lo imaginaba desnudo,
con la piel cubierta de cicatrices, pero con las extremidades firmes a pesar de
su cuerpo de estilita, y poseedor de una fortaleza descomunal para los
quehaceres del placer.
San Jerónimo la vio a
pesar de sus ojos apagados como dos piedras lustradas por los años, y en ese
brevísimo instante, la sintió como oveja extraviada del rebaño. Se acercó y la
tocó con sus manos que habían perdido la habilidad del consuelo desde hacía
muchos años. Consiente de su transgresión y sin intentar hacer nada para
impedirlo, acercó sus labios resecos a la boca de Melisenda. Una nube de
miércoles de ceniza cubrió los cielos a perpetuidad.
Esa noche sin brillo,
Melisenda se vio vista por cientos de ojos negros incrustados en los árboles
sin hojas. Angustiada por su imprecación trató de cortarse las venas, pero su
piel había adquirido la dureza de los fósiles.
Los feligreses
querían quemarla en leña verde.
-Sacrilegio-
vociferaban.
-Blasfemia- y las
mujeres histéricas se cubrían los pechos con espinas.
-Abominación- Un coro
de voces estallaba como petardo.
San Jerónimo
envilecido, se desgastó lentamente en el hervor de su pecado de animal en celo.
Cuentan que Melisenda
vivió con un vitriolo goteándole en las entrañas. Vivió hasta los 180 años
cocinándose en la penitencia de tener una flor carnívora entre los muslos
consumidos. Antes de perder la cabeza vio un ángel senil revoloteando sin
orientación entre la noche sin límites.
Diciembre de 2008
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