domingo, 30 de agosto de 2020

MUJERES DE MÉXICO



  A Luz Souza, Mamá de Cuqui, Antonio y Gema.

 

Las manos recogen una bolita de masa, la aplanan y luego palmean una y otra vez rociándola con el agua de cal. La tortilla va y viene, —vuelo pequeño de una mano a la otra—, y cuando está delgadita, en su punto va a dar al comal para cocerse en pan nuestro de cada día. El palmoteo resuena en todas las calles, en todos los pueblos, en todas las ciudades, como un lenguaje secreto cuyas sílabas van condensándose en pequeños mundos. Las tortillas, pequeñas lunas de maíz, calientes como soles, porque también allí se han amasado los rayos, redondas, círculos que comienzan y terminan en todos sus puntos, son la vida y el rescoldo del hogar. Al engendrarlas, suavizándolas entre sus palmas, las mujeres amasan su propia gallardía, su recia mansedumbre.

    Según la leyenda, las mujeres hicieron de maíz al primer hombre. Cogieron tantita masa, así, en el hueco de la mano, le fueron dando forma, y poco a poco surgió un muñeco. De maíz hicieron su carne. La tarea no fue fácil. Vieron con desencanto, aquella informe masa no estaba bien, sino que se caía, se amontonaba, se ablandaba, se fundía. Al principio la cabeza no quería moverse. El rostro quedábase vuelto a un solo lado, la vista estaba velada. Y las procreadoras molían la carne del hombre entre sus dientes para galvanizarlo.

      Por fin, resolvieron lanzar los granos de maíz para que se asieran, se ajustaran, y, erguidos como una mazorca, formaran al hombre. Entonces y sólo entonces, el pobrecito hombre se endureció y logró sostenerse en pie bajo la predicción del encantamiento. Las robustas mujeres recurrieron a las Palabras Mágicas y a la ayuda del Abuelo, de la Abuela, del Antiguo Secreto y de la Antigua Ocultadora. Para que el hombre construido, el hombre moldeado, el hombre maniquí cobrara vida se llamó a los antiguos. Presenciaron la germinación el Maestro Mago del Alba, el Maestro Mago del Día, la Pareja Procreadora, la Pareja Engendradora, el Gran Cerdo del Alba, Los de las Esmeraldas, Los de las Gamas, Los del Punzón, Los de la Verde Jadeíta, Los de La Resina, Los de los Trabajos Artísticos, la Abuela del Día, y la Abuela del Alba. Más tarde se invocaron los espíritus para que le metieran al hombre tantito sentido en la cabeza: “¡Venid a picar ahí, o Espíritus del Cielo!”

      Así como en el Popol Vuh, el maíz servía y sirve, por la disposición que presenta después de ser arrojado, para predecir el porvenir, así vislumbró la mujer a su hombre de maíz, a ese hombre que todos los días come tortilla con sal.

      De pequeño, cuida que sus manos no se sequen, de que suficiente humedad y sangre habiten su cuerpo, de que sus mejillas se redondeen como frutos y sus miembros se compriman para fortalecerse. Con su niño de la mano, nombra las cosas de la tierra y bajo su voz, los árboles crecen altos, el aire sale de viaje, las barrancas se profundizan, el follaje se hace más espeso, las palmeras y los tamarindos dejan caer sus semillas y las hierbas son curativas porque ella lo ha decido así.

       Y como todas las mujeres del mundo, le dice al verlo ya crecido: “¡Ahora tú serás mi sostén, mi nutridor, mi invocador, mi conmemorador!”

       Con la yema de los dedos le enseña a deshojar la caricia y más tarde a descubrir la trascendencia de las rosas. Sus manos enlazan en la noche otras manos, y de pronto florecen. Envuelven como la hiedra, rozan apenas; musgo dócil, rodean; dos brazos de agua impalpables. Vuelan los dedos henchidos de savia; desatan todos los nudos, y el vientre ya no es vientre sino una rosa de fuego. El hombre balbucea entonces, las primeras palabras: “Mi tierra pequeña, mi agua, mi yerba, mi surco, mi cosecha, mi amor”.

       De la maternidad, esa inmensa herida que viene de muy dentro desgarrándolo todo en su camino, brota una paloma de ternuras que más tarde mecerá entre sus brazos: un niño con encías rosas, labios también de rosa, uñas pequeñísimas; conchas de mar, blanco pecho de espuma, párpados pesados de vida anterior, transparencias de alba.

      La mujer anciana, la que no puede amamantar, se comprime y se empequeñece. Como una nuez, las arrugas la surcan. Se dobla en dos —pasita, vulnerable por dentro—. Vuelve a ser niña, allá en el rincón de la casa, pegada a la pared. Solitaria, en la oscuridad recuerda sus chiquillerías; cómo corría por el monte, cómo barría y regaba la entrada del patio, y después, el huso y la rueca, la cuchilla de hilar y el darle gusto a su marido.

      A la hora de la muerte, balbucea el primer y el último llamado: “Mamá”. Entonces, se inclinan los hijos hacia ella y la arrullan para adormecerla.

                   La niñita, criaturita,

                   tortolita, pequeñita,

                   tiernecita, bien alimentada.

 

                  Como un jade, una ajorca,

                  turquesa divina,

                  pluma de quetzal,

                 cosa preciosa,

                  la más pequeñita,

                 digna de ser cuidada

                 tierna niña que llora

 

Elena Poniatowska

Revista Artes de México 1959

Fotografía de la portada: Bernice Kolko

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