lunes, 24 de agosto de 2020

EL ÚLTIMO GUAJOLOTE (FRAGMENTO)

 


Toda esta agua en la cual se fundó Tenochtitlan, las múltiples lagunas que nos rodeaban, los ríos que nos humedecían, eran una bendición. El valle de Toluca donde nacía el río Lerma era el más rico, el Lago de Texcoco una valiosa fuente de aprovisionamiento, y mientras los sabios aztecas hicieron diques para evitar en época de lluvias las inundaciones, Enrico Martínez, que ahora tiene su calle, inició durante la Colonia la desecación del Lago que no trajo sino calamidades porque nos resecamos como arenques, como pescado bacalao, como monjas con bigotes, y el polvo giratorio de las tolvaneras nos llenó de piedritas el alma y nosotros que éramos volátiles no supimos migrar como las golondrinas o los chichicuilotes que ahora solo quedan en el recuerdo.

     —¿No tomarán chichicuilotitos vivos? —cantaba doña Emeteria.

  —¡Mercarán pollos! —voceaba el pollero con sus mareados e infelices pollos asomando su pescuezo de pollo por las rendijas del huacal.

     —¡Vivos o cocidos los chichicuilotitos! Mercaráaaan chichicuilotitos!

     No los alcancé a ver, los guardo en las litografías de la imaginación aunque mejor fuera tenerlos en las de Linati. A los que sí conocí es a los guajolotes de la Navidad que desde el 1º. de diciembre recorrían la Colonia del Valle a pie. Empujados por su dueño que los apuraba y los mantenía juntos con un mecatito amarrado a un palo, atravesaban la calle frente al rojo camión Colonia del Valle-Coyoacán y los motores rugientes. Primero eran numerosos y sacudían su moco y su cabeza interrogativamente. Yo sentía que no entendían y estaban preguntando algo a lo cual nunca tuve una respuesta (porque nunca he tenido una respuesta para nada). Quién sabe en dónde los resguardarían en la noche, pero echaban a andar al amanecer y desde la ventana podían verse sus lomos lustrosos de plumas pachonas y el rápido y sorpresivo rojo de su garganta así como su voz que se venía en cascada y permanecía en el aire durante muchas horas después de su partida. Para el día 24 quedaban pocos despertando sospechas, quizá tres, y el campesino de calzón de manta amarrado a los tobillos agitaba su mecate contra ellos. “No —le decía la señora— ya está muy corrioso, a éste ni los zopilotes van a querer entrarle. Se imagina cuánto no habrá caminado desde que empezó el mes.” El dueño no lo imaginaba, lo había pastoreado día tras día sobre el asfalto negro y caliente como comal ardiendo y al rato el guajolote había dejado de mirarlo para que no le viera la vergüenza en los ojos. Sólo gritaba cada vez más lastimeramente. En esta ciudad despiadada no había nadie para tomarlo en brazos, nadie para acariciar su plumaje antes de meterle cuchillo, y él seguía ahí parado como idiota, apergaminándose, los músculos más endurecidos que los de Charles Atlas. ¿De qué servían los muchos kilómetros caminados y la tantísima gente con la que se había cruzado? A veces lo escogieron de entre el montón para sopesarlo, a veces, también, cuando algún perro amenazó su integridad, el amo lo cargó un rato bajo la tupida sombra de su brazo, pero la mayor parte del tiempo había sido de caminar y caminar, caminar y caminar y ni modo de decirle al dueño: “quiero quedarme parado en esta esquina para siempre.”

     —¿No tomarán chichicuilotitos vivoooos?

    

Elena Poniatowska

Martín Casillas Editores 1982

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