Frida Kahlo tiene situación única, solitaria y magnífica, en el arte de México. Su tragedia hecha canto encierra pasión humana general. Se intuye, como en la buena pintura de México, que sólo en esta tierra de Tezcatlipoca se habría podido pintar así: reúne lo propio con lo gentilicio, con tan perfecto enlace que en ello reside su valor.
Es una pintura trágica, referida siempre a
su vida interior, asediada por dos o tres obsesiones primordiales, refinada y
sangrienta, con delectación amarga en el dolor, para librarse de él y exaltar
la vida. La autenticidad del sentimiento, de la angustia, es tan patente, que
ha creado el lenguaje para su desgarrado monólogo hamletiano.
Cuando se la ha querido asociar a otras
expresiones, señalar influencias, siempre se ha equivocado el camino. En Frida
Kahlo no hay influencias de nadie sino de su dolor. Algunos han recordado los
retablos populares. Otros, al Aduanero Rousseau, algunas facetas del
surrealismo. Han querido combinar tales ingredientes heteróclitos en una receta
y explicar, como resultado, la obra intensa y breve de Frida Kahlo. Me inclino a
buscar en los orígenes. Nada está más cerca de un clima radicalmente poético
que estas sílabas. No hay influencia de retablos, que no la menester de alguna
manera, sino la influencia de una actitud de esta expresión frente a la pintura
misma. Influencia original, es decir de los orígenes; México, si es tierra del
pedernal, de Coatlicue y Huitzilopochtli, también lo es del colibrí y de las
muñequitas de Tlatilco.
En el Aduanero, si vino a México, hay
influencias populares. Y si no vino las hay populares, de libros de estampas y
del jardín botánico. Invocar al surrealismo en el caso de Frida Kahlo, es
desconocer la sensibilidad mexicana. Librarse de su angustia la encamina a
reanudar sus vínculos no sólo con los retablos, sino con la viejas
civilizaciones indígenas. Golpea y golpea Frida Kahlo en sus telas, como en los
sacrificios humanos lo hacían los músicos sobre los teponaxtles: se sacrifica y
sus preocupaciones monocordes caen como sangre sobre los ojos. Se desgarra y
grita su pasión, sus ansias maternales, su amor por Diego Rivera, su vida
explosiva que transcurrió sobre una silla de ruedas. Lo único que no hay en
Frida Kahlo es literatura.
Su obra es visceral, un parto siempre. Una
conquista sobre su vida, sobre la vida. Una resurrección ritual, como también
un sacrificio. En todo lo suyo hay no sé qué de placentario, de muñón
sangriento, de terráqueo y fisiológico. Podríamos decir, para explicarnos su
singularidad, que usa los pinceles como cuchillos de obsidiana. Así pinta Frida
Kahlo: su autobiografía adquiere dimensión humana general. Esta obra es nuevo
testimonio de que la plástica de México se cumple por muchos caminos. Se ha
asociado su inspiración con algunas formas oníricas, precisamente por ser tan
directa y tan sencilla, que quien no conozca cómo Frida Kahlo vivió su pintura,
y que su pintura es su vida más recóndita, creerá que piensa en fantasías
nostálgicas y crueles.
Frida Kahlo logró con su canto vencer la
vida, que en parte le fue deshecha. La reconstruyó con su dolor.
Me ha apasionado seguir el cordón
umbilical que anuda la obra de Frida Kahlo con la corriente oscura de la
sensibilidad mexicana, con la más popular y espontánea, como en la ironía de
los corridos (como aquél de Rosita
Alvírez, que en la mañana trágica “estaba de suerte: de tres tiros que le
dieron, no más uno era de muerte”), en los retablos y la juguetería popular,
las cartas de anatomía de la escuela, los judas de cartón, los telones de los
fotógrafos de las ferias, sobre todo en aquella macabra y sonriente que surge
en torno al Día de los Muertos. Gratuitas son muchas de las asociaciones que se
le han descubierto. Su pintura, inmersa en sí misma, se rebela dentro de una
hiperestesia que puebla con sueños y monstruos amados su soledad, hasta romper
el aislamiento a que se vio obligada.
Pocos ejemplos en México de mayor
sinceridad, de mayor altura en el sollozo. Sin su obra, que es resurrección
cotidiana, se habría ahogado en sus propios ojos, que siempre vieron hacia dentro.
Queda en mi memoria como algo de lo más real y realista de México, dentro de su
tragedia que es la nuestra, porque es la criatura humana la que alienta en su
pintura, lejos de toda escuela, lejos de toda tendencia, sin interesarle fijar
fantasías, sino liberar su dolor, su obsesión de la muerte, su fuerza vital,
que su espíritu encendió en su cuerpo golpeado por el destino.
Luis Cardoza
y Aragón
Ediciones
Era 1974
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