Diríase que
en el orden de la creación, para Leonora Carrington, primero fueron los
animales.
Luego ella se creó un bestiario particular
gótico, en el cual, en la jerarquía de su predilección, el primero es el
caballo, hasta el punto de que Lucrecia,
en La dama oval, se convierte en
caballo, en un caballo-muchacha que surge de la nieve y después, diluido por
las lágrimas de sus grandes ojos, se trueca en luz delgada y temblorosa,
mientras el Padre, símbolo del orden despótico y de la ley sin alma, se dispone
a perpetrar un auto de fe con el amado caballo de madera de la muchacha, un
caballo de la progenie de Pegaso y Clavileño. Toda Leonora Carrington está
aquí: el misterio es una normalidad sorprendente que trasciende porque es más
real que la realidad; el espíritu llama a la puerta de marfil que se abre hacia
dentro, hacia lo desconocido, donde el sueño es la vida y la vida un inefable
prodigio… Estamos en un virgen territorio donde el orden se somete a la
aventura, la noche tiene ojos más brillantes que el día y si se puede ser feroz
con inocencia. Porque hay una formidable inocencia —el corazón de lo
maravilloso— en estos cuentos únicos de Leonora Carrington, la misma que
penetra sus cuadros, llenos de tanta fabulosa vida animal, y la que la rodea en
su vida cotidiana, en su casa, por ejemplo, donde el último loro puede vengarse
de la civilización comiéndose el hilo del teléfono, y volver impunemente a su
jaula. El Paraíso no está del todo perdido.
Cinco cuentos de animales y una muchacha,
podría ser el subtítulo de este pequeño volumen, en el cual una inflexible
voluntad de imaginación en acto hace casi innecesaria la elaboración de un
estilo, exactamente como en los cuentos de hadas. La dama oval, diría, es un libro de cuentos de hadas au rebours escrito en francés por una
muchacha inglesa que, según Pierre Mabille, “apareció antes de la guerra en el
medio surrealista parisiense como un personaje maravilloso. Delgada, morena,
las cejas espesas, los ojos brillando con un fuego singular, sorprendía por una
belleza que evocaba las princesas de la Escocia legendaria, esos seres de gran
ligereza que se escapan por los techos de los castillos medievales para galopar
sobre caballos blancos salvajes y desvanecerse a una vuelta del camino de la
landa…”
En el mundo de Leonora Carrington toda
posibilidad fantástico-onírica tiende a suprimir la literatura para imponerse
como una leyenda sembrada de símbolos, como una mitología personal de la
transformación radical del universo del hombre, llena de seres y cosas
escapadas de la pesadez petrificada de una sociedad en crisis de valores
vitales. Así, la protesta espiritual contra una realidad rechazada, más que
intentar una destrucción de fronteras y límites, se proyecta en acción de
poesía mediante una lógica mágica que, aun cuando tenga puntos de contacto y de
estremecimiento con el surrealismo, no se adhiere ciegamente a una ortodoxia
del subconsciente ni a las falacias de un automatismo asociativo. En verdad, el
surrealismo de Leonora Carrington no es el hallazgo de algo trascendente
buscado desde largo tiempo, sino una coincidencia confirmativa de un espíritu
que, desde siempre, había “reconocido a una diosa en la cima argentada.”
La fuerza poética de Leonora Carrington no
se concreta en imágenes parciales, sino que se desarrolla en situaciones
totales, donde la insólito nada tiene que ver con lo gratuito. La nave es real
pero en el timón pesa la mano del sueño. Y por eso el mundo de estos cinco
cuentos es coherente y unitario, como las alucinaciones de Jerónimo Bosch, y
aceptamos sus transfiguraciones como el niño acepta naturalmente —más: desea—
que lo fantástico se enlace, en un encuentro, con lo terrible.
Y de ahí que entandamos que lo decisivo
del primer cuento, “La dama oval” —tal vez el más perfecto de los cinco—, es el
asesinato del sueño; que en el segundo, “El primer baile”, el tema es la
soledad de la muchacha que se hace amiga de una hiena; que en el tercero, “La
orden real”, la reina loca que alimenta con confitura a sus caballos significa
el poder vacío devorado por los propios leones que mantiene; que en el cuarto,
“El enamorado”, el amor es tan importante como el robo de un melón; y que en el
último, “El tío San Carrington”, la tontería ayuda a la respetabilidad.
Para mí, Leonora Carrington está más cerca
de Andersen que de Lautrémont o de Gerard de Nerval. De un Andersen que hubiese
heredado de la Alicia de Lewis Carrol, del aguijón de Swift y del Blake de Los cantos de inocencia. Cuentos éstos
de metamorfosis donde palpitan tres de los grandes mitos modernos: el alma, lo
inconsciente y la poesía. Todo habla en ellos, naturaleza y bestias, y los
hombres, más que los leones, son los que rugen. La muchacha viva, Lucrecia,
tiene tres metros de estatura y un alma triste que está a mucho más sobre el
nivel de la imaginación. Su sombra es más larga que su cuerpo y está rodeada de
caballos que pastan bajo un sol negro. Alguien ha dicho que la sombra de un
asno nunca será un caballo. Pero Leonora sabe que la sombra de un caballo, de cierto caballo, es el unicornio…
Agustín
Bartra
Ediciones
ERA 1965
Imagen de la
portada: collage de Max Ernst