domingo, 10 de mayo de 2020

UNA DÉCIMA DE PITA AMOR



En un alcatraz, tu mano
   recogió el polen, y lenta
   vino a mí, en la sed violenta
   de tu mirar sobrehumano;
   y en mí la untó con desgano,
   dejándome fecundada
   del polen y tu mirada.
   Fue tan mágico el contacto,
   que toda entera, en el acto,
   fui en polen multiplicada.

Fotografía: Imogen Cunninghan

UN POEMA DE ETHEL KRAUZE


 


Treinta y ocho

Somos habitación de ángeles que han caído en la espesura
        de las sábanas
han perdido sus alas rodando en la batalla
sus ojos lanzan furias negras
sus brazos, ramas rojas
su pecho, un ronco río de ayes que nunca habían oído.

Somos culpables.
Somos la ruina de los ángeles castos.
Que Dios comprenda este milagro.

LA ESTRUCURA DEL DESEO


                                                                 

                                                                    El mar es también el borde de la tierra.
                                                                                               T.S.Eliot: Cuatro cuartetos

Dejamos cosas por hacer en la búsqueda de tu espejismo. Caminamos meses a través de páramos lunares, de cerros detenidos en la superficie basáltica de tus pensamientos, de médanos apocalípticos, ingrávidos como umbelas de gas.
     Cedimos al olvido. Atrás quedaron pilares de amargura, ventanas de infortunio y murallas de perdición. Nuestro avatar era una caravana de lamentos y voces extraviadas, de imágenes dobladas por el calor abrasante de los múltiples desiertos de tu cuerpo, de imágenes deshilvanadas por el viento inmisericorde de las tardes aciagas.
     Sabíamos desde el principio lo inútil de la empresa. Jamás la victoria coronaría nuestro esfuerzo, pero tu espejismo Helena, tu sueño de aguas turbulentas, de naves incendiadas, de ínsulas distantes, nunca nos daría descanso.
     Por eso emprendimos la hégira, Helena, a través del mar de tus sueños. Únicamente por eso me permití el desencanto de no tenerte en el lecho, de permanecer fiel a mi promesa de no tocarte, de marchar contigo en pos de un espejismo. ¡Por tu amor, Helena!... únicamente por eso.

José González Gálvez


Imagen: Imantas Boiko

LA DAMA OVAL



Diríase que en el orden de la creación, para Leonora Carrington, primero fueron los animales.
     Luego ella se creó un bestiario particular gótico, en el cual, en la jerarquía de su predilección, el primero es el caballo, hasta el punto de que Lucrecia, en La dama oval, se convierte en caballo, en un caballo-muchacha que surge de la nieve y después, diluido por las lágrimas de sus grandes ojos, se trueca en luz delgada y temblorosa, mientras el Padre, símbolo del orden despótico y de la ley sin alma, se dispone a perpetrar un auto de fe con el amado caballo de madera de la muchacha, un caballo de la progenie de Pegaso y Clavileño. Toda Leonora Carrington está aquí: el misterio es una normalidad sorprendente que trasciende porque es más real que la realidad; el espíritu llama a la puerta de marfil que se abre hacia dentro, hacia lo desconocido, donde el sueño es la vida y la vida un inefable prodigio… Estamos en un virgen territorio donde el orden se somete a la aventura, la noche tiene ojos más brillantes que el día y si se puede ser feroz con inocencia. Porque hay una formidable inocencia —el corazón de lo maravilloso— en estos cuentos únicos de Leonora Carrington, la misma que penetra sus cuadros, llenos de tanta fabulosa vida animal, y la que la rodea en su vida cotidiana, en su casa, por ejemplo, donde el último loro puede vengarse de la civilización comiéndose el hilo del teléfono, y volver impunemente a su jaula. El Paraíso no está del todo perdido.
     Cinco cuentos de animales y una muchacha, podría ser el subtítulo de este pequeño volumen, en el cual una inflexible voluntad de imaginación en acto hace casi innecesaria la elaboración de un estilo, exactamente como en los cuentos de hadas. La dama oval, diría, es un libro de cuentos de hadas au rebours escrito en francés por una muchacha inglesa que, según Pierre Mabille, “apareció antes de la guerra en el medio surrealista parisiense como un personaje maravilloso. Delgada, morena, las cejas espesas, los ojos brillando con un fuego singular, sorprendía por una belleza que evocaba las princesas de la Escocia legendaria, esos seres de gran ligereza que se escapan por los techos de los castillos medievales para galopar sobre caballos blancos salvajes y desvanecerse a una vuelta del camino de la landa…”
     En el mundo de Leonora Carrington toda posibilidad fantástico-onírica tiende a suprimir la literatura para imponerse como una leyenda sembrada de símbolos, como una mitología personal de la transformación radical del universo del hombre, llena de seres y cosas escapadas de la pesadez petrificada de una sociedad en crisis de valores vitales. Así, la protesta espiritual contra una realidad rechazada, más que intentar una destrucción de fronteras y límites, se proyecta en acción de poesía mediante una lógica mágica que, aun cuando tenga puntos de contacto y de estremecimiento con el surrealismo, no se adhiere ciegamente a una ortodoxia del subconsciente ni a las falacias de un automatismo asociativo. En verdad, el surrealismo de Leonora Carrington no es el hallazgo de algo trascendente buscado desde largo tiempo, sino una coincidencia confirmativa de un espíritu que, desde siempre, había “reconocido a una diosa en la cima argentada.”
     La fuerza poética de Leonora Carrington no se concreta en imágenes parciales, sino que se desarrolla en situaciones totales, donde la insólito nada tiene que ver con lo gratuito. La nave es real pero en el timón pesa la mano del sueño. Y por eso el mundo de estos cinco cuentos es coherente y unitario, como las alucinaciones de Jerónimo Bosch, y aceptamos sus transfiguraciones como el niño acepta naturalmente —más: desea— que lo fantástico se enlace, en un encuentro, con lo terrible.
      Y de ahí que entandamos que lo decisivo del primer cuento, “La dama oval” —tal vez el más perfecto de los cinco—, es el asesinato del sueño; que en el segundo, “El primer baile”, el tema es la soledad de la muchacha que se hace amiga de una hiena; que en el tercero, “La orden real”, la reina loca que alimenta con confitura a sus caballos significa el poder vacío devorado por los propios leones que mantiene; que en el cuarto, “El enamorado”, el amor es tan importante como el robo de un melón; y que en el último, “El tío San Carrington”, la tontería ayuda a la respetabilidad.
     Para mí, Leonora Carrington está más cerca de Andersen que de Lautrémont o de Gerard de Nerval. De un Andersen que hubiese heredado de la Alicia de Lewis Carrol, del aguijón de Swift y del Blake de Los cantos de inocencia. Cuentos éstos de metamorfosis donde palpitan tres de los grandes mitos modernos: el alma, lo inconsciente y la poesía. Todo habla en ellos, naturaleza y bestias, y los hombres, más que los leones, son los que rugen. La muchacha viva, Lucrecia, tiene tres metros de estatura y un alma triste que está a mucho más sobre el nivel de la imaginación. Su sombra es más larga que su cuerpo y está rodeada de caballos que pastan bajo un sol negro. Alguien ha dicho que la sombra de un asno nunca será un caballo. Pero Leonora sabe que la sombra de un caballo, de cierto caballo, es el unicornio…

Agustín Bartra
Ediciones ERA 1965
Imagen de la portada: collage de Max Ernst


HÁBITO DE MAR



Se me antoja
tu aroma de madera turca
tu piel apanterada
corazón de ave dormida
que gorjea sueños de nueva luna.
Tu carne herida
despliegue de corales
artificio de vuelos sincopados.
Se me antoja
tu cuerpo de sirena diluida.
tu sombra que me asombra
filtro plateado
en mi retina oscura.
Como una medusa
recorro tu vientre
transparencia de agua
diluvio que todo lo circunda
filamento de algas
fuente de sal
principio y nada.

José González Gálvez


Imagen: Tamara de Lempicka



EL ZOOLÓGICO DE PITA AMOR



XLI
Allá en el viejo París
muy cerca de Notre - Dame,
los gatos vienen y van
en un eterno desliz.
Dicen que el viejo Matisse
poseía un gato hechizado
era celeste y plateado
con vetas color de olvido
yo tengo un gato dormido
¡en mi sangre encarcelado!

Editorial V Siglos 1975

Imagen: Henry Matisse


EL AHUITZOTL



A despecho de su parvedad, es la más atroz de las numerosas criaturas acuáticas de los mexicanos. La describo: es como un perrito tehui de corta pelambre y orejas puntiagudas. Su cola tiene la forma de la mano de un hombre. Su cuerpo es negro y escurridizo y sus manos son de mapache o de mono. Su disciplina homicida es incomplicada; sume a sus víctimas empleando su brutal mano-cola. Para que nadie intente rescatar a su presa, le da por batir el agua levantando espuma y olas que ahuyentan a los hombres. Amparado a la espléndida confusión de ese pandemónium acuático, el ahuitzotl se hunde con su víctima.
     Un tuberoso cadáver despojado de ojos, de dientes y de uñas aparecerá, al cabo de unos días, flotando en la laguna. Con todo no se percibe en él ninguna huella de violencia. Sus miembros están intactos: “sólo tiene su cuerpo —aseguran los informantes de Sahagún— cardenales como producidos por el roce del agua, como si alguno lo hubiera apedreado, lo hubiera llenado de cardenales.”
     Ningún hombre común (ningún pecador) aspira a recobrar el cadáver de la víctima. Esa ocupación hierática corresponde a una oscura suerte de ministros llamados “guardianes de Dios” quienes lo rescatan y honran puntualmente, porque está escrito que aquel hombre ascenderá al cielo, al lugar llamado Tlalocan. Tendido en un lecho de bejucos, cortejado por flautas y chirimías, es conducido para su inhumación al Lugar de la Casa de la Niebla.
     El Destino (siempre celoso de los equilibrios) suele escatimar víctimas al ahuitzotl. Esa restricción inapelable lo acongoja y rompe a llorar, como lo haría un bebé. Quien advierte ese tierno plañido, infiere de inmediato que se trata de un niño abandonado. Angustiado, lo busca en el agua hasta dar con la muerte.
     Los pesquisidores de Sahagún recogen esta leyenda: una vieja con insólita facilidad, logró coger un ahuitzotl. Lo ocultó bajo su camisa y cuando llegó a su casa lo introdujo en un jarro lleno de agua. Una mañana lo mostró orgullosa ante un grave consejo de sacerdotes. Estos, espantados, le gritaron que había capturado al dios Tlaloc. Luego se desbandaron ruidosamente. La mujer intuyó su perdición irremisible. Entendió, con horror y resignación, que aquel infortunado hecho representaba su muerte.
     Entre los muiscas (chibchas) se habla de un dragoncillo habitante de la laguna que le sacó los ojos a una niña. En la laguna de Guatavita (Colombia) mora un demonio-culebra llamado Fuzachogue, opina Walter Krickeberg.

Roldán Peniche B.
Panorama Editorial 1987




DESCUBRIR EL MAR



Siento palpitar muy hondo
la calidez de tu sonrisa.
El movimiento suave
que se teje en tus caderas.
Tu sabor a sal aguamar
sabor a viento.
Un mosaico de cielo
incrustado en tu mirada.
Te paseas en medio
de las olas
cuando atrapas la luna
bajo tu falda de gitana.
Esplendes el sonido
de los pájaros marinos.
En tu regazo
de jade y turmalina
anidan los peces diáfanos
cúmulo de langostas
un segundo mar de los sargazos.

José González Gálvez


Imagen: Silvia Pardo

CARLOS PELLICER Y LA POESÍA DE LA NATURALEZA



Posiblemente el más rico y vasto de los poetas mexicanos contemporáneos es Carlos Pellicer. Alguien lo señaló como el más caudaloso y el elogio es justo. Difícilmente se encontrará, en las letras hispanoamericanas contemporáneas, una obra como la de Pellicer; sólo, quizá, Alberti —con quien, en algunos momentos, tiene ciertas afinidades— lo iguala. Hay, sí, poetas más perfectos; o más densos, afilados o agudos, pero ninguno tiene su amplia respiración, su deslumbrada sensualidad. Hay un aire de nacimiento en todo lo que toca; sabe devolverle a las cosas su “perdida frescura”, su gracia y su resplandor. No importa que en la poesía de Carlos Pellicer la reflexión y la angustia ocupen un sitio muy reducido, porque en cambio las otras potencias del espíritu, desdeñadas por el hombre moderno, lo inundan todo con su dichosa presencia. En este sentido, su poesía es una vena de agua en el desierto; su alegría nos devuelve la fe en la alegría, en la posibilidad de la sorpresa.
     Si a la poesía de Neruda la preside el tacto y a la de Gorostiza la inteligencia, a la de Pellicer la definen los ojos. “Poeta del paisaje”, han dicho, con intención de limitarle. Pero su paisaje tiene sensibilidad y movimiento; es un “estado del alma” dichoso y deslumbrado. En la poesía de Pellicer hay un intento de transformar el mundo; en tanto que los otros lo sufren o lo niegan, él, con un candor jubiloso pretende ordenarlo. En los primeros tiempos este orden era el juego: “Pondré el mar a la izquierda / Jugaré con las casas de Curazao…” El orden del juego, sin embargo, no es más que un milagroso y momentáneo desorden; y este desorden fue substituido, después, por un orden monumental, como si quisiera recordar a los toltecas y a los mayas. La alegría de la sorpresa desaparece, para cederle el sitio a la unción del que contempla y ordena. A esta época de su producción corresponden algunos de sus más importante poemas y, sobre todo, aquel que juzgo, dentro de este aspecto de su obra, como el más realizado, poseedor de un equilibrio arquitectónico: “Esquema para una oda tropical”. En ningún poeta moderno alienta este espíritu ordenador de la naturaleza y en esto reside la singularidad y la importancia de Pellicer para la literatura de América. Llamarlo “poeta del paisaje” es una verdad a medias, porque su propósito es mucho más importante que el del simple paisajista. Claro que en todo paisaje la naturaleza está sometida a una perspectiva y a un orden, pero en Pellicer el orden no tiene las dimensiones ni el sentido del paisaje habitual, sino que pretende crear una arquitectura y una mitología con los elementos originales del mundo.
     Todo poeta es un creador de mitos. Los mitos de Pellicer son de aquellos que hieren no al sentimiento ni a la razón sino a otras facultades del espíritu. La contemplación, la embriaguez de los ojos ante la grandeza del mundo; el humor, un humor que no tiene nada que ver con la ironía de la inteligencia, sino que brota de la salud del espíritu, conforme con su limitación; el pasmo y el asombro y la queja patética ante la pequeñez del hombre, son las notas salientes de la poesía de Carlos Pellicer. Si en cierto modo continúa una tradición mexicana del paisaje, rebasándola; si, desde otro punto de vista, su poesía se ostenta como la heredera del Darío de algunos poemas de Cantos de vida y esperanza, también es cierto que no pertenece tanto al pasado como al porvenir. La naturaleza, abandonada durante tanto tiempo por los poetas modernos, espera, como dormida, y hablando, balbuceando casi, entre sueños. ¡Dichoso aquel que escucha sus secretas palabras, en las que alienta un presentimiento y una esperanza!

Octavio Paz
Editorial Vuelta 1988  

Imagen: Diego Rivera
  


ALTAZOR (FRAGMENTO)



CANTO V
Ningún navegante ha encontrado la rosa de los mares
La rosa que trae el recuerdo de sus abuelos
Del fondo de sí misma
Cansada de soñar
Cansada de vivir en cada pétalo
Viento que estás pensando en la rosa del mar
Yo te espero de pie al final de esta línea
Yo sé dónde se esconde la flor que nace del sexo de las sirenas
En el momento del placer
Cuando debajo del mar empieza a atardecer
Y se oye crujir las olas
Bajo los pies del horizonte
Yo sé yo sé dónde se esconde
El viento tiene la voz de abeja de la joven pálida
La joven pálida como su propia estatua
Que yo amé en un rincón de mi vida
Cuando quería saltar de una esperanza al cielo
Y caí de naufragio en naufragio de horizonte en horizonte
Entonces vi la rosa que se esconde
Y que nadie ha encontrado cara a cara