sábado, 25 de enero de 2020

MÉXICO INDIO: TESTIMONIOS EN BLANCO Y NEGRO






Si para algunos de los fotógrafos de México indio llegar a penetrar en la intimidad de los indios es un problema, para las fotógrafas no lo es. Bob Schalkwijk y Patricio Robles Gil sienten pudor, temen parecer intrusos, no quieren rasgar el silencio. En cambio, las mujeres entran en un abrir y cerrar de ojos en la intimidad. Nunca Mariana Yampolsky o Graciela Iturbide sintieron temor de ofender, mucho menos Alicia Ahumada o Flor Garduño. Gertrudis Duby se apropió de los lacandones: “Vénganse pa´ca, mis hijitos”. He aquí la clave: “mis hijitos”, la maternidad. Ver a una mujer es ver a una madre en potencia. Las mujeres dan a luz, las mujeres saben lo que es esa inmensa herida que todo lo abarca, después del desgarramiento de traer a la tierra a otro ser, la sangre, la linfa, el líquido amniótico, el sudor, los escalofríos, lo demás viene solo; pedir posada, abrir la puerta, interpelar al habitante: "Ya no tomes, te va a hacer daño”, la maternidad es tan grande que barre con todo. Les da el paso. ¿Quién vive? Yo, yo merita; yo, la mujer. Recuerdo que cuando el antropólogo Oscar Lewis, autor de Los hijos de Sánchez, no podía obtener determinados datos enviaba a su esposa Ruth a la vecindad de la Casa Grande y ella regresaba con la información codiciada.
     Así las fotógrafas. Entran tan naturalmente en la cotidianidad que hasta las hacen comadres. No es que a las fotógrafas les falte respeto, no, es que su abrazo es muy grande. Saben lo que es amamantar al hijo, aguantar al marido, enterrar a la abuela, rescoldo del hogar. Saben lo que es ordeñar a la vaquita, a la chivita, limpiarle las nalgas a la criatura chiquita, sonarle los mocos a la becerrita de panza.
     No sólo es la continuación de la maternidad lo que las hace parte de la tierra, también el hecho de ser mujer influye en los temas que escogen. Lo que los hombres no ven lo traen las mujeres clavado en el centro de la pupila. Le rinden tributo al niño indígena, a la madre indígena, a la joven chiapaneca.
     Desde dentro, las mujeres enfocan el lente de su cámara. Las cinco entablan una convivencia casi inmediata. No hay fotografías de grandes grupos humanos, de ceremonias vistas en su casi totalidad. Nos dan un pedazo de la verdad, un cachito —dirían— de vida indígena, una información fidedigna que nos sirve para establecer una relación más profunda, menos instantánea. No hay que abusar de la fotografía al conferirle poderes que no tiene. No hay que exigirle más de lo que puede dar. La fotografía es un documento social, no una explicación de la realidad. La fotografía también puede ser ficticia, parcial, mentirosa. Es el espectador, el que recibe, quien le agrega o le quita según su propia experiencia. Si queremos una explicación tenemos que ir en busca de ella nosotros mismos con todo lo que esto implica porque para saber cómo es el indio nada mejor que compartir su vida.
     Cinco mujeres presentan una visión de su México indio, cinco espectadores tendrán distintas reacciones ante las imágenes ofrecidas. Algunos las sentirán cercanas y entrañables, otros pensarán que hay diferencia entre los temas escogidos por hombres y mujeres. Sin embargo, son quienes disfrutan o rechazan las fotografías los que finalmente tienen la razón.
     Todos los hombres y las mujeres de la tierra compartimos los mismos latidos del corazón, las mismas interioridades, músculos, intestinos y pulmones. Lo que nos diferencia es el color, esa frágil membrana que nos envuelve y que llamamos piel. Buscar la semejanza es lo que logran Gertrudis Duby, Mariana Yampolsky, Graciela Iturbide, Flor Garduño y Alicia Ahumada y en esa semejanza está precisamente aquello que nos hace únicos e irremplazables: nuestra expresión, cómo se hace presente el espíritu a través de los ojos, los movimientos y el gracias a nuestra presencia adquiere algo de nuestras características porque es difícil que hombres mezquinos vivan en escenarios grandiosos.
     Si los bosques de la Tarahumara o de Chiapas son esplendorosos es porque en su semilla se concentran dos grandezas: la de la naturaleza y la del hombre que la habita.

Elena Poniatowska
Ciudad de México, mayo de 1994

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