sábado, 25 de enero de 2020

JUAN RULFO Y YO. LA YUNTA DE JALISCO (FRAGMENTOS)




Arturo Rivas Sainz me presentó a Juan Rulfo en casa de Lupe y Xóchitl Díaz de León. Esto ocurrió entre marzo y abril de 1945. Por medio de amigos comunes, como Arturo Serrano, Juan se había enterado que Arturo y yo, editores de la revista Eos, frecuentábamos la tertulia de la farmacia Rex.
     Allí fue donde nos conocimos, luego Juan me visitó en El Occidental y me invitó a su oficina de migración de la calle Maestranza casi esquina con Madero.
     Fue en mi oficina de El Occidental  donde Juan me entregó su cuento “Nos han dado la tierra” para publicarlo en la revista Pan. Lo leí con verdadera alegría, Hasta entonces sólo conocía el cuento “La vida no es muy seria en sus cosas”, que había publicado en México en la revista América, dirigida por Efrén Hernández —a quien conocí un poco más tarde en México— y Marco Antonio Millán.
     En el edificio de la Suprema Corte de Justicia de Jalisco, Juan Rulfo tenía una oficina que Franz Kafka le hubiera envidiado. Tal vez también Eugéne Ionesco. Lo extraño de todo esto es que Juan combinaba perfectamente con aquel escenario, casi se mimetizaba. La atmósfera que envolvía aquel reciento le daba un aura mágica a nuestras entrevistas, alguna vez le conté a Vicente Leñero que aquello era como un cuadro de Yves Tanguy, aquel que pintó unas muletas en el desierto.
     Así fue como nos han dado la tierra se publicó en el número dos de Pan. Desde entonces mantuve una larga amistad con Juan, que a veces se interrumpía y otras veces algunos amigos y enemigos pretendían, sin lograrlo, enemistarnos y distanciarnos, con argumentos dudosos como aquel que yo era afrancesado y Juan un nacionalista.
     Nuestra amistad creció en las calles de Guadalajara, visitábamos las librerías de viejo y de nuevo, nos reuníamos en el café Nápoles, asistíamos con frecuencia al cine y alguna vez me invitó a su casa a escuchar música clásica, tenía una preciosa tornamesa RCA Víctor en su mueble de madera, y muchos discos de pasta, gruesos y relucientes. En ese tiempo Juan leía novelas de escritores norteamericanos, como John Dos Passos, William Faulkner, Steinbeck y Willa Cather, sobre todo a Faulkner: aquello de Yoknapatawpha, una región, un pueblo imaginario en el suroeste de Estados Unidos, y Mientras yo agonizo. Otra actividad que realizábamos junto con Antonio Alatorre fueron largas caminatas por los alrededores de Guadalajara, especialmente los sábados y los domingos.
     Dejé de ver a Juan a finales de 1945, año en que me fui a México y luego a París.
     Me lo volví a encontrar hasta 1947, cuando me llevó a mi casa de San Borja, en México, su cuento “Anacleto Morones”; en esa ocasión le dije: “Ya la hiciste”. Luego en 1948, fuimos vecinos accidentalmente en la colonia Cuauhtemoc, vivimos en la misma calle de Río Pánuco. Él ya estaba casado con Clarita. En ese tiempo casi no nos tratábamos. Fue hasta que publiqué Varia invención y luego Confabulario, en el Fondo de Cultura Económica, que nos volvimos a ver y a tratar, siendo ya director del Fondo Arnaldo Orfila Reynal y subdirector Joaquín Díez-Canedo, a quien le comenté acerca de los cuentos de Juan. Joaquín Díez-Canedo y Alí Chumacero saben que yo promoví la publicación de El llano en llamas y de Pedro Páramo.
     No, no, a Juan Rulfo hay que ubicarlo en el territorio superior del realismo mágico, más cerca de la poesía que de la realidad. Antonio Alatorre ha dicho que Pedro Páramo le parece un hermoso poema, en una ocasión señaló: “Me parece gloriosa, una maravilla. Una vez tuve la idea de que esa novela se imprimiera como una colección de poemas, con tipografía como versos sueltos. Ahí la discontinuidad del texto sería todavía mayor. Serían como relámpagos intuitivos. La idea es loca, pero siento a Pedro Páramo más como poema que como novela”.
     A mediados de los cincuenta, el Indio Fernández invitó a Juan Rulfo y le propuso que escribiera un guion a partir de una idea que tenía él para hacer una película con Rossana Podestá, que en principio se iba a llamar Río arriba y finalmente se llamó La paloma herida. Juan le dijo al Indio que él con mucho gusto participaba, pero que sugería que yo también interviniera en el proyecto, lo que aceptó el Indio de inmediato.
     En ese tiempo, Juan nos visitaba todas las semanas en nuestro departamentito de Río Ganges.
     A las dos semanas de trabajar en casa del Indio, les presenté mi renuncia. Las razones fueron dos: mi desacuerdo con las ideas del Indio para esa película y el hecho de que nos presionaba para beber la copa de tequila. El asunto se complicó una vez que se me subieron las cucharadas. Me sentí muy mal y ya no regresé. Creo que Juan inició en casa del Indio su carrera de bebedor profesional, yo de plano me rajé por falta de condición física. Perdí una de las pocas fuentes de trabajo que tenía en aquella época, pero conservé la salud. El Indio bebía desde el despertar hasta el despertar, para él no había noche.
     Recuerdo que la última vez que platiqué a fondo con Juan Rulfo fue dentro de un avión que volaba sobre la cordillera andina a veinte mil pies de altura. Regresábamos a México desde Buenos Aires, donde los dos asistimos a la Feria del Libro.
     Hablamos durante diez horas. Juan me reveló en las alturas muchos aspectos de su alma que yo desconocía.
     Llegamos a los cielos de México cuando ya la aurora anunciaba el nuevo día. Volamos toda la noche sobre el cuerpo dormido de América.
     Ya en tierra, un automóvil nos condujo hasta la casa de Juan. Cosa rara, subí por el elevador para acompañarlo hasta el interior de su casa. Ese amanecer saludé a su esposa Clara y a su hija Claudia que lo  estaban esperando. Me despedí de él y ya no lo volví a ver.

Editorial Diana agosto de 1998
   


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