sábado, 25 de enero de 2020

UN POEMA DE NAHUI OLIN


 
LLORO DE DOLOR (FRAGMENTO)

Desgraciada de mí,
no tengo más que un destino: morir
porque siento mi espíritu
demasiado amplio y grande
para ser comprendido
y el mundo, el hombre y el universo
son demasiado pequeños para
llenarlos.
Quiero morir
          es necesario desaparecer
cuando no se está hecho para vivir
              cuando no se puede respirar
ni desplegar las alas.


TONI FRISELL: FOTOGRAFÍAS





Sesión de fotografías captadas por la lente de Toni Frisell  para la edición de la revista Vogue el primero octubre de 1937 titulada: “Señoras de México “.

MÉXICO INDIO: TESTIMONIOS EN BLANCO Y NEGRO






Si para algunos de los fotógrafos de México indio llegar a penetrar en la intimidad de los indios es un problema, para las fotógrafas no lo es. Bob Schalkwijk y Patricio Robles Gil sienten pudor, temen parecer intrusos, no quieren rasgar el silencio. En cambio, las mujeres entran en un abrir y cerrar de ojos en la intimidad. Nunca Mariana Yampolsky o Graciela Iturbide sintieron temor de ofender, mucho menos Alicia Ahumada o Flor Garduño. Gertrudis Duby se apropió de los lacandones: “Vénganse pa´ca, mis hijitos”. He aquí la clave: “mis hijitos”, la maternidad. Ver a una mujer es ver a una madre en potencia. Las mujeres dan a luz, las mujeres saben lo que es esa inmensa herida que todo lo abarca, después del desgarramiento de traer a la tierra a otro ser, la sangre, la linfa, el líquido amniótico, el sudor, los escalofríos, lo demás viene solo; pedir posada, abrir la puerta, interpelar al habitante: "Ya no tomes, te va a hacer daño”, la maternidad es tan grande que barre con todo. Les da el paso. ¿Quién vive? Yo, yo merita; yo, la mujer. Recuerdo que cuando el antropólogo Oscar Lewis, autor de Los hijos de Sánchez, no podía obtener determinados datos enviaba a su esposa Ruth a la vecindad de la Casa Grande y ella regresaba con la información codiciada.
     Así las fotógrafas. Entran tan naturalmente en la cotidianidad que hasta las hacen comadres. No es que a las fotógrafas les falte respeto, no, es que su abrazo es muy grande. Saben lo que es amamantar al hijo, aguantar al marido, enterrar a la abuela, rescoldo del hogar. Saben lo que es ordeñar a la vaquita, a la chivita, limpiarle las nalgas a la criatura chiquita, sonarle los mocos a la becerrita de panza.
     No sólo es la continuación de la maternidad lo que las hace parte de la tierra, también el hecho de ser mujer influye en los temas que escogen. Lo que los hombres no ven lo traen las mujeres clavado en el centro de la pupila. Le rinden tributo al niño indígena, a la madre indígena, a la joven chiapaneca.
     Desde dentro, las mujeres enfocan el lente de su cámara. Las cinco entablan una convivencia casi inmediata. No hay fotografías de grandes grupos humanos, de ceremonias vistas en su casi totalidad. Nos dan un pedazo de la verdad, un cachito —dirían— de vida indígena, una información fidedigna que nos sirve para establecer una relación más profunda, menos instantánea. No hay que abusar de la fotografía al conferirle poderes que no tiene. No hay que exigirle más de lo que puede dar. La fotografía es un documento social, no una explicación de la realidad. La fotografía también puede ser ficticia, parcial, mentirosa. Es el espectador, el que recibe, quien le agrega o le quita según su propia experiencia. Si queremos una explicación tenemos que ir en busca de ella nosotros mismos con todo lo que esto implica porque para saber cómo es el indio nada mejor que compartir su vida.
     Cinco mujeres presentan una visión de su México indio, cinco espectadores tendrán distintas reacciones ante las imágenes ofrecidas. Algunos las sentirán cercanas y entrañables, otros pensarán que hay diferencia entre los temas escogidos por hombres y mujeres. Sin embargo, son quienes disfrutan o rechazan las fotografías los que finalmente tienen la razón.
     Todos los hombres y las mujeres de la tierra compartimos los mismos latidos del corazón, las mismas interioridades, músculos, intestinos y pulmones. Lo que nos diferencia es el color, esa frágil membrana que nos envuelve y que llamamos piel. Buscar la semejanza es lo que logran Gertrudis Duby, Mariana Yampolsky, Graciela Iturbide, Flor Garduño y Alicia Ahumada y en esa semejanza está precisamente aquello que nos hace únicos e irremplazables: nuestra expresión, cómo se hace presente el espíritu a través de los ojos, los movimientos y el gracias a nuestra presencia adquiere algo de nuestras características porque es difícil que hombres mezquinos vivan en escenarios grandiosos.
     Si los bosques de la Tarahumara o de Chiapas son esplendorosos es porque en su semilla se concentran dos grandezas: la de la naturaleza y la del hombre que la habita.

Elena Poniatowska
Ciudad de México, mayo de 1994

Grupo financiero Inverméxico



JUAN RULFO Y YO. LA YUNTA DE JALISCO (FRAGMENTOS)




Arturo Rivas Sainz me presentó a Juan Rulfo en casa de Lupe y Xóchitl Díaz de León. Esto ocurrió entre marzo y abril de 1945. Por medio de amigos comunes, como Arturo Serrano, Juan se había enterado que Arturo y yo, editores de la revista Eos, frecuentábamos la tertulia de la farmacia Rex.
     Allí fue donde nos conocimos, luego Juan me visitó en El Occidental y me invitó a su oficina de migración de la calle Maestranza casi esquina con Madero.
     Fue en mi oficina de El Occidental  donde Juan me entregó su cuento “Nos han dado la tierra” para publicarlo en la revista Pan. Lo leí con verdadera alegría, Hasta entonces sólo conocía el cuento “La vida no es muy seria en sus cosas”, que había publicado en México en la revista América, dirigida por Efrén Hernández —a quien conocí un poco más tarde en México— y Marco Antonio Millán.
     En el edificio de la Suprema Corte de Justicia de Jalisco, Juan Rulfo tenía una oficina que Franz Kafka le hubiera envidiado. Tal vez también Eugéne Ionesco. Lo extraño de todo esto es que Juan combinaba perfectamente con aquel escenario, casi se mimetizaba. La atmósfera que envolvía aquel reciento le daba un aura mágica a nuestras entrevistas, alguna vez le conté a Vicente Leñero que aquello era como un cuadro de Yves Tanguy, aquel que pintó unas muletas en el desierto.
     Así fue como nos han dado la tierra se publicó en el número dos de Pan. Desde entonces mantuve una larga amistad con Juan, que a veces se interrumpía y otras veces algunos amigos y enemigos pretendían, sin lograrlo, enemistarnos y distanciarnos, con argumentos dudosos como aquel que yo era afrancesado y Juan un nacionalista.
     Nuestra amistad creció en las calles de Guadalajara, visitábamos las librerías de viejo y de nuevo, nos reuníamos en el café Nápoles, asistíamos con frecuencia al cine y alguna vez me invitó a su casa a escuchar música clásica, tenía una preciosa tornamesa RCA Víctor en su mueble de madera, y muchos discos de pasta, gruesos y relucientes. En ese tiempo Juan leía novelas de escritores norteamericanos, como John Dos Passos, William Faulkner, Steinbeck y Willa Cather, sobre todo a Faulkner: aquello de Yoknapatawpha, una región, un pueblo imaginario en el suroeste de Estados Unidos, y Mientras yo agonizo. Otra actividad que realizábamos junto con Antonio Alatorre fueron largas caminatas por los alrededores de Guadalajara, especialmente los sábados y los domingos.
     Dejé de ver a Juan a finales de 1945, año en que me fui a México y luego a París.
     Me lo volví a encontrar hasta 1947, cuando me llevó a mi casa de San Borja, en México, su cuento “Anacleto Morones”; en esa ocasión le dije: “Ya la hiciste”. Luego en 1948, fuimos vecinos accidentalmente en la colonia Cuauhtemoc, vivimos en la misma calle de Río Pánuco. Él ya estaba casado con Clarita. En ese tiempo casi no nos tratábamos. Fue hasta que publiqué Varia invención y luego Confabulario, en el Fondo de Cultura Económica, que nos volvimos a ver y a tratar, siendo ya director del Fondo Arnaldo Orfila Reynal y subdirector Joaquín Díez-Canedo, a quien le comenté acerca de los cuentos de Juan. Joaquín Díez-Canedo y Alí Chumacero saben que yo promoví la publicación de El llano en llamas y de Pedro Páramo.
     No, no, a Juan Rulfo hay que ubicarlo en el territorio superior del realismo mágico, más cerca de la poesía que de la realidad. Antonio Alatorre ha dicho que Pedro Páramo le parece un hermoso poema, en una ocasión señaló: “Me parece gloriosa, una maravilla. Una vez tuve la idea de que esa novela se imprimiera como una colección de poemas, con tipografía como versos sueltos. Ahí la discontinuidad del texto sería todavía mayor. Serían como relámpagos intuitivos. La idea es loca, pero siento a Pedro Páramo más como poema que como novela”.
     A mediados de los cincuenta, el Indio Fernández invitó a Juan Rulfo y le propuso que escribiera un guion a partir de una idea que tenía él para hacer una película con Rossana Podestá, que en principio se iba a llamar Río arriba y finalmente se llamó La paloma herida. Juan le dijo al Indio que él con mucho gusto participaba, pero que sugería que yo también interviniera en el proyecto, lo que aceptó el Indio de inmediato.
     En ese tiempo, Juan nos visitaba todas las semanas en nuestro departamentito de Río Ganges.
     A las dos semanas de trabajar en casa del Indio, les presenté mi renuncia. Las razones fueron dos: mi desacuerdo con las ideas del Indio para esa película y el hecho de que nos presionaba para beber la copa de tequila. El asunto se complicó una vez que se me subieron las cucharadas. Me sentí muy mal y ya no regresé. Creo que Juan inició en casa del Indio su carrera de bebedor profesional, yo de plano me rajé por falta de condición física. Perdí una de las pocas fuentes de trabajo que tenía en aquella época, pero conservé la salud. El Indio bebía desde el despertar hasta el despertar, para él no había noche.
     Recuerdo que la última vez que platiqué a fondo con Juan Rulfo fue dentro de un avión que volaba sobre la cordillera andina a veinte mil pies de altura. Regresábamos a México desde Buenos Aires, donde los dos asistimos a la Feria del Libro.
     Hablamos durante diez horas. Juan me reveló en las alturas muchos aspectos de su alma que yo desconocía.
     Llegamos a los cielos de México cuando ya la aurora anunciaba el nuevo día. Volamos toda la noche sobre el cuerpo dormido de América.
     Ya en tierra, un automóvil nos condujo hasta la casa de Juan. Cosa rara, subí por el elevador para acompañarlo hasta el interior de su casa. Ese amanecer saludé a su esposa Clara y a su hija Claudia que lo  estaban esperando. Me despedí de él y ya no lo volví a ver.

Editorial Diana agosto de 1998
   


FRAGMENTOS DE LO MISMO


  


   Para Francisco y Gloria Mososini
Juglar de muchos senderos
desgarra el violín de la noche.
Taciturno amor que me deja
envuelto en la lentitud del reloj
manecillas de cloroformo
carátula sin corazón.
Ahora es murmullo de aves
tímpano de esdrújulas
cárcel de labios sangrantes.

José González Gálvez 

EPIFANÍA DE MAR



                                       Y acaso el mar escuche, innumerable.
                                                     Alfonsina Storni

El mar siempre el mar, agua verde sal en el volumen de tus lágrimas. Hondo espacio abismal. Oleaje cadencioso que se derrama en las playas de tus caderas. Mar de sal amarga. Marginado por tu capricho, por tu continuo lamento de sirena en celo. Soy un náufrago herido por tu pasión, un buzo extraviado en el océano de tu bajo vientre, un argonauta enloquecido de dolor, eternamente perdido, pegado a ti, desbrujulado, enredado en tus entrañas, alejado, adherido a tu piel de mar, compenetrado, fijado a tus cabellos. Ausente. Por siempre a tu lado. Mar adentro. Mar de amar.

José González Gálvez 

EL KRAKEN




El Kraken es una especie escandinava del zaratán y del dragón de mar o culebra de mar de los árabes.
     En 1752, el dinamarqués Eric Pontoppidan, obispo de Bergen, publicó una Historia natural de Noruega, obra famosa por su hospitalidad o credulidad; en sus páginas se lee que el lomo del kraken tiene una milla y media de longitud y que sus brazos pueden abarcar el mayor navío. El lomo sobresale como una isla; Eric Pontoppidan llega a formular esta norma: “Las islas flotantes son siempre krakens.” Asimismo escribe que el kraken suele enturbiar las aguas del mar con una descarga de líquido; esta sustancia ha sugerido la conjetura de que el kraken es una magnificación del pulpo.
     Entre las piezas juveniles de Tennyson, hay una dedicada al kraken. Dice, literalmente, así:
     “Bajo los truenos de la superficie, en las honduras del mar abismal, el kraken duerme su antiguo no invadido sueño sin sueños. Pálidos reflejos se agitan alrededor de  su oscura forma; vastas esponjas de milenario crecimiento y altura se inflan sobre él, y en lo profundo de la luz enfermiza, pulpos innumerables y enormes baten con brazos gigantescos la verdosa inmovilidad, desde secretas celdas y grutas maravillosas. Yace ahí desde siglos, y yacerá, cebándose dormido de inmensos gusanos marinos hasta que el fuego del Juicio Final caliente el abismo. Entonces, para ser visto una sola vez por hombres y por ángeles, rugiendo surgirá y morirá en la superficie.”

Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero

Editorial Fondo de Cultura Económica
Novena reimpresión 2007


viernes, 24 de enero de 2020

CONFIESO QUE HE VIVIDO (FRAGMENTO)




El bosque chileno.
…Bajo los volcanes, junto a los ventisqueros, entre los grandes lagos, el silencioso, el enmarañado bosque chileno… Se hunden los pies en el follaje muerto, crepita una rama quebradiza, los gigantescos raulíes levantan su encrespada estatura, un pájaro de la selva fría cruza, aletea, se detiene entre los sombríos ramajes. Y luego desde su escondite suena como un oboe… Me entra por las narices hasta el alma el aroma salvaje del laurel, el aroma oscuro del boldo… El ciprés de las Guaitecas intercepta mi paso… Es un mundo vertical: una nación de pájaros, una muchedumbre de hojas… Tropiezo en una piedra, escarbo la cavidad descubierta, una inmensa araña de cabellera roja me mira con ojos fijos, inmóvil, grande como un cangrejo… Un cárabo dorado me lanza su emanación mefítica, mientras desaparece como un relámpago su radiante arcoíris… Al pasar, cruzo un bosque de helechos mucho más alto que mi persona: se me dejan caer en la cara sesenta lágrimas desde sus verdes ojos fríos, y detrás de mí quedan por mucho tiempo temblando sus abanicos… Un tronco podrido: ¡qué tesoro! Hongos negros y azules le han dado orejas, rojas plantas parásitas lo han colmado de rubíes, otras plantas perezosas le han prestado sus barbas y brota, veloz, una culebra desde sus entrañas podridas, como una emanación, como que al tronco muerto se le escapara el alma… Más lejos cada árbol se separó de sus semejantes… Se yerguen sobre la alfombra de la selva secreta, y cada uno de los follajes, lineal, encrespado, ramoso, lanceolado, tienen un estilo diferente, como cortado por una tijera de movimientos infinitos… Una barranca; abajo el agua trasparente se desliza sobre el granito y el jaspe… Vuela una mariposa pura como el limón, danzando entre el agua y la luz… A mi lado me saludan con sus cabecitas amarillas las infinitas calceolarias… En la altura, como gotas arteriales de la selva mágica se cimbran los copihues rojos (Lapageria rosea)… El copihue rojo es la flor de la sangre, el copihue blanco es la flor de la nieve… En un temblor de hojas atravesó el silencio la velocidad de un zorro, pero el silencio es la ley de estos follajes… Apenas el grito lejano de un animal confuso… La intersección penetrante de un pájaro escondido… El universo vegetal susurra apenas hasta que una tempestad ponga en acción toda la música terrestre.
Quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta. De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo.

Editorial Seix Barral