Arturo Rivas
Sainz me presentó a Juan Rulfo en casa de Lupe y Xóchitl Díaz de León. Esto
ocurrió entre marzo y abril de 1945. Por medio de amigos comunes, como Arturo
Serrano, Juan se había enterado que Arturo y yo, editores de la revista Eos,
frecuentábamos la tertulia de la farmacia Rex.
Allí fue donde nos conocimos, luego Juan
me visitó en El Occidental y me invitó a su oficina de migración de la
calle Maestranza casi esquina con Madero.
Fue en mi oficina de El Occidental donde Juan me
entregó su cuento “Nos han dado la tierra” para publicarlo en la revista Pan. Lo leí con verdadera alegría, Hasta
entonces sólo conocía el cuento “La vida no es muy seria en sus cosas”, que
había publicado en México en la revista América,
dirigida por Efrén Hernández —a quien conocí un poco más tarde en México— y
Marco Antonio Millán.
En el edificio de la Suprema Corte de
Justicia de Jalisco, Juan Rulfo tenía una oficina que Franz Kafka le hubiera
envidiado. Tal vez también Eugéne Ionesco. Lo extraño de todo esto es que Juan
combinaba perfectamente con aquel escenario, casi se mimetizaba. La atmósfera
que envolvía aquel reciento le daba un aura mágica a nuestras entrevistas,
alguna vez le conté a Vicente Leñero que aquello era como un cuadro de Yves
Tanguy, aquel que pintó unas muletas en el desierto.
Así fue como nos han dado la tierra se
publicó en el número dos de Pan.
Desde entonces mantuve una larga amistad con Juan, que a veces se interrumpía y
otras veces algunos amigos y enemigos pretendían, sin lograrlo, enemistarnos y
distanciarnos, con argumentos dudosos como aquel que yo era afrancesado y Juan
un nacionalista.
Nuestra amistad creció en las calles de
Guadalajara, visitábamos las librerías de viejo y de nuevo, nos reuníamos en el
café Nápoles, asistíamos con frecuencia al cine y alguna vez me invitó a su
casa a escuchar música clásica, tenía una preciosa tornamesa RCA Víctor en su
mueble de madera, y muchos discos de pasta, gruesos y relucientes. En ese
tiempo Juan leía novelas de escritores norteamericanos, como John Dos Passos,
William Faulkner, Steinbeck y Willa Cather, sobre todo a Faulkner: aquello de
Yoknapatawpha, una región, un pueblo imaginario en el suroeste de Estados
Unidos, y Mientras yo agonizo. Otra
actividad que realizábamos junto con Antonio Alatorre fueron largas caminatas
por los alrededores de Guadalajara, especialmente los sábados y los domingos.
Dejé de ver a Juan a finales de 1945, año
en que me fui a México y luego a París.
Me lo volví a encontrar hasta 1947, cuando
me llevó a mi casa de San Borja, en México, su cuento “Anacleto Morones”; en
esa ocasión le dije: “Ya la hiciste”. Luego en 1948, fuimos vecinos
accidentalmente en la colonia Cuauhtemoc, vivimos en la misma calle de Río
Pánuco. Él ya estaba casado con Clarita. En ese tiempo casi no nos tratábamos.
Fue hasta que publiqué Varia invención y
luego Confabulario, en el Fondo de
Cultura Económica, que nos volvimos a ver y a tratar, siendo ya director del
Fondo Arnaldo Orfila Reynal y subdirector Joaquín Díez-Canedo, a quien le
comenté acerca de los cuentos de Juan. Joaquín Díez-Canedo y Alí Chumacero
saben que yo promoví la publicación de El
llano en llamas y de Pedro Páramo.
No, no, a Juan Rulfo hay que ubicarlo en
el territorio superior del realismo mágico, más cerca de la poesía que de la
realidad. Antonio Alatorre ha dicho que Pedro
Páramo le parece un hermoso poema, en una ocasión señaló: “Me parece
gloriosa, una maravilla. Una vez tuve la idea de que esa novela se imprimiera
como una colección de poemas, con tipografía como versos sueltos. Ahí la
discontinuidad del texto sería todavía mayor. Serían como relámpagos
intuitivos. La idea es loca, pero siento a Pedro
Páramo más como poema que como novela”.
A mediados de los cincuenta, el Indio
Fernández invitó a Juan Rulfo y le propuso que escribiera un guion a partir de
una idea que tenía él para hacer una película con Rossana Podestá, que en
principio se iba a llamar Río arriba y
finalmente se llamó La paloma herida.
Juan le dijo al Indio que él con mucho gusto participaba, pero que sugería que
yo también interviniera en el proyecto, lo que aceptó el Indio de inmediato.
En ese tiempo, Juan nos visitaba todas las
semanas en nuestro departamentito de Río Ganges.
A las dos semanas de trabajar en casa del
Indio, les presenté mi renuncia. Las razones fueron dos: mi desacuerdo con las
ideas del Indio para esa película y el hecho de que nos presionaba para beber
la copa de tequila. El asunto se complicó una vez que se me subieron las
cucharadas. Me sentí muy mal y ya no regresé. Creo que Juan inició en casa del
Indio su carrera de bebedor profesional, yo de plano me rajé por falta de
condición física. Perdí una de las pocas fuentes de trabajo que tenía en
aquella época, pero conservé la salud. El Indio bebía desde el despertar hasta
el despertar, para él no había noche.
Recuerdo que la última vez que platiqué a
fondo con Juan Rulfo fue dentro de un avión que volaba sobre la cordillera
andina a veinte mil pies de altura. Regresábamos a México desde Buenos Aires,
donde los dos asistimos a la Feria del Libro.
Hablamos durante diez horas. Juan me
reveló en las alturas muchos aspectos de su alma que yo desconocía.
Llegamos a los cielos de México cuando ya
la aurora anunciaba el nuevo día. Volamos toda la noche sobre el cuerpo dormido
de América.
Ya en tierra, un automóvil nos condujo
hasta la casa de Juan. Cosa rara, subí por el elevador para acompañarlo hasta
el interior de su casa. Ese amanecer saludé a su esposa Clara y a su hija
Claudia que lo estaban esperando. Me
despedí de él y ya no lo volví a ver.
Editorial
Diana agosto de 1998