Fabricio lanzó un alarido fuera de todos los cánones de la liturgia del
dolor. La sangre comenzó a fluir de los lagrimales y de las narinas por la
presión, primero en diminutas gotas, y después en filamentos más espesos.
Los lamentos eran desgarradores, convertidos en aullidos infrahumanos.
La víctima, permanecía amarrado sobre un
potro estilizado y detenido firmemente con cañas de bambú. Su mirada,
extraviada por el suplicio, se elevaba al cielo enmarcada por un rictus de inspiración
divina.
Deshidratado, con los labios reventados y la tela de los músculos en
jirones, sin poder gritar por la lengua desprendida, parecía esperar el
desenlace. En el fondo de sus ojos había germinado la semilla del terror.
Sumergido en el espanto de su existencia miserable, Fabricio bailaba la
danza del infortunio, sofocado por el oleaje lento de su circulación sanguínea,
puesta en marcha bajo el vuelo ingrávido de las cuchillas certeras. El
oficiante oriental, deliciosamente obeso, dirigía la sinfónica, que
interpretaba magistralmente la primera cantata de Dietrich Buxtehude.
José González Gálvez
José González Gálvez
Coatzacoalcos Veracruz 1978
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