A Luz Souza, Mamá de Cuqui, Antonio y Gema.
Las
manos recogen una bolita de masa, la aplanan y luego palmean una y otra vez rociándola con el agua de cal. La
tortilla va y viene, —vuelo pequeño de una mano a la otra—, y cuando está
delgadita, en su punto va a dar al comal para cocerse en pan nuestro de cada
día. El palmoteo resuena en todas las calles, en todos los pueblos, en todas
las ciudades, como un lenguaje secreto cuyas sílabas van condensándose en
pequeños mundos. Las tortillas, pequeñas lunas de maíz, calientes como soles,
porque también allí se han amasado los rayos, redondas, círculos que comienzan
y terminan en todos sus puntos, son la vida y el rescoldo del hogar. Al
engendrarlas, suavizándolas entre sus palmas, las mujeres amasan su propia
gallardía, su recia mansedumbre.
Según la leyenda, las mujeres hicieron de
maíz al primer hombre. Cogieron tantita masa, así, en el hueco de la mano, le
fueron dando forma, y poco a poco surgió un muñeco. De maíz hicieron su carne.
La tarea no fue fácil. Vieron con desencanto, aquella informe masa no estaba
bien, sino que se caía, se amontonaba, se ablandaba, se fundía. Al principio la
cabeza no quería moverse. El rostro quedábase vuelto a un solo lado, la vista
estaba velada. Y las procreadoras molían la carne del hombre entre sus dientes
para galvanizarlo.
Por fin, resolvieron lanzar los granos de
maíz para que se asieran, se ajustaran, y, erguidos como una mazorca, formaran
al hombre. Entonces y sólo entonces, el pobrecito hombre se endureció y logró
sostenerse en pie bajo la predicción del encantamiento. Las robustas mujeres
recurrieron a las Palabras Mágicas y a la ayuda del Abuelo, de la Abuela, del
Antiguo Secreto y de la Antigua Ocultadora. Para que el hombre construido, el
hombre moldeado, el hombre maniquí cobrara vida se llamó a los antiguos.
Presenciaron la germinación el Maestro
Mago del Alba, el Maestro Mago del Día, la Pareja Procreadora, la Pareja Engendradora, el Gran Cerdo del
Alba, Los de las Esmeraldas, Los de las Gamas, Los del Punzón, Los de la Verde
Jadeíta, Los de La Resina, Los de los Trabajos Artísticos, la Abuela del Día, y
la Abuela del Alba. Más tarde se invocaron los espíritus para que le
metieran al hombre tantito sentido en la cabeza: “¡Venid a picar ahí, o Espíritus del Cielo!”
Así como en el Popol Vuh, el maíz servía y
sirve, por la disposición que presenta después de ser arrojado, para predecir
el porvenir, así vislumbró la mujer a su hombre de maíz, a ese hombre que todos
los días come tortilla con sal.
De pequeño, cuida que sus manos no se
sequen, de que suficiente humedad y sangre habiten su cuerpo, de que sus
mejillas se redondeen como frutos y sus miembros se compriman para
fortalecerse. Con su niño de la mano, nombra las cosas de la tierra y bajo su
voz, los árboles crecen altos, el aire sale de viaje, las barrancas se
profundizan, el follaje se hace más espeso, las palmeras y los tamarindos dejan
caer sus semillas y las hierbas son curativas porque ella lo ha decido así.
Y como todas las mujeres del mundo, le
dice al verlo ya crecido: “¡Ahora tú serás mi sostén, mi nutridor, mi
invocador, mi conmemorador!”
Con la yema de los dedos le enseña a
deshojar la caricia y más tarde a descubrir la trascendencia de las rosas. Sus
manos enlazan en la noche otras manos, y de pronto florecen. Envuelven como la
hiedra, rozan apenas; musgo dócil, rodean; dos brazos de agua impalpables.
Vuelan los dedos henchidos de savia; desatan todos los nudos, y el vientre ya
no es vientre sino una rosa de fuego. El hombre balbucea entonces, las primeras
palabras: “Mi tierra pequeña, mi agua, mi yerba, mi surco, mi cosecha, mi
amor”.
De
la maternidad, esa inmensa herida que viene de muy dentro desgarrándolo todo en
su camino, brota una paloma de ternuras que más tarde mecerá entre sus brazos:
un niño con encías rosas, labios también de rosa, uñas pequeñísimas; conchas de
mar, blanco pecho de espuma, párpados pesados de vida anterior, transparencias
de alba.
La mujer anciana, la que no puede
amamantar, se comprime y se empequeñece. Como una nuez, las arrugas la surcan.
Se dobla en dos —pasita, vulnerable por dentro—. Vuelve a ser niña, allá en el
rincón de la casa, pegada a la pared. Solitaria, en la oscuridad recuerda sus
chiquillerías; cómo corría por el monte, cómo barría y regaba la entrada del
patio, y después, el huso y la rueca, la cuchilla de hilar y el darle gusto a
su marido.
A la hora de la muerte, balbucea el primer
y el último llamado: “Mamá”. Entonces, se inclinan los hijos hacia ella y la
arrullan para adormecerla.
La niñita, criaturita,
tortolita, pequeñita,
tiernecita,
bien alimentada.
Como un jade, una ajorca,
turquesa divina,
pluma de quetzal,
cosa preciosa,
la más pequeñita,
digna de ser cuidada
tierna niña que llora
Elena
Poniatowska
Revista
Artes de México 1959
Fotografía de la portada: Bernice Kolko