martes, 13 de marzo de 2018

LAS ALZADAS DE CEJA DE MARÍA FÉLIX (FRAGMENTO)



Allí está, blanca y negra, negra y blanca, como reina de baraja, con sus pantalones de Ciffonelli (pronúnciese Chifoneli), “es el sastre de mi marido”, y su casaca de Dior, una chaqueta negra espléndidamente bien cortada, abierta a los lados. Su pelo largo, -“ahora me lo deje crecer”-, ébano, ala de cuervo, brilla con reflejos azul profundo. “Cuando tiene una la suerte de tener bonito pelo, ¿por qué ponerse postizos o pelucas?”. Y sus mejillas, manzanas lisas, también brillan. Camina como las fieras desplazando a su derredor ondas misteriosas. A veces se encabrita sobre sus botitas de charol, y uno la sabe peligrosa, rebelde, fogosa, con un aplomo de amazona que ha franqueado todos los obstáculos. Nunca se sienta. Erguida enseña sus cuadros uno a uno: Leonora Carrington, Leonor Fini, Diego Rivera, Sofía Bassi, Remedios Varo, pero sobre todo Leonora Carrington, de quien María habla mucho porque la quiere. “Es mágica, yo amo la magia. Por ella, por Leonora, pondría mi mano sobre el fuego. Sería capaz de cualquier cosa”. Sobre su pecho lanza destellos una joya flexible y le pregunto si será una pantera.

     -Es un puma –responde María Félix -. Alex, mi marido, me llama “puma”, seguramente por lo buena gente que soy y lo fácil que resulta mi carácter.

     Los aretes, grandes hojas de diamantes y esmeraldas, también son de Cartier. Unas mancuernas: dos ojitos azules, surrealistas y una camisa blanca con cuello de jockey. “Le pedí a mi jockey que me prestara su camisa y se la copié, pero sólo el cuello ¿eh?”. Se quita los aretes de las orejas que se ven muy pequeñas, delicadas, pegadas a la cabeza: “Sí, tengo orejas muy bonitas y están muy limpias. A mí me gusta lo limpio. Si de algo tuviera yo que presumir sería de mis orejas, aunque ya sé que tengo un físico agradable”.

     Lo más llamativo de la Doña es su manera de moverse, de ir hacia un cuadro y otro, buscar la mirada del interlocutor, rescatarla, demandarla imperiosa y atornillar sus ojos en los de uno. Mientras habla y hace ademanes, en el dedo que los campesinos llaman “del corazón” relampaguea un enorme diamante. “¿Verdad? ¿Qué le parece, Elenita? ¿No lo cree usted así?”, inquiere a cada respuesta y el diamante corta el aire con sus mil aristas.

     Dicen que su rostro es duro e inexpresivo, que lo único que sabe hacer es levantar la ceja; “¿Es este un rostro inexpresivo?”, y creo que no, que es quizá un rostro agresivo por vital, por enérgico, por bien dibujado, porque la perfección siempre aturde; un rostro limpio. No, no señoras, María Félix no se pinta, no trae pan-cake ni maquillaje; sólo los labios muy rojos, las pestañas muy negras, los ojos muy brillantes, los dientes muy blancos. No, no señoras, ni una sola arruga, ni un solo pliegue amargo en la comisura de los labios, nada se va a pique.


Elena Poniatowska
Todo México Tomo 1 agosto de 1973

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