Allí está, blanca
y negra, negra y blanca, como reina de baraja, con sus pantalones de Ciffonelli
(pronúnciese Chifoneli), “es el sastre de mi marido”, y su casaca de Dior, una
chaqueta negra espléndidamente bien cortada, abierta a los lados. Su pelo
largo, -“ahora me lo deje crecer”-, ébano, ala de cuervo, brilla con reflejos
azul profundo. “Cuando tiene una la suerte de tener bonito pelo, ¿por qué
ponerse postizos o pelucas?”. Y sus mejillas, manzanas lisas, también brillan.
Camina como las fieras desplazando a su derredor ondas misteriosas. A veces se
encabrita sobre sus botitas de charol, y uno la sabe peligrosa, rebelde,
fogosa, con un aplomo de amazona que ha franqueado todos los obstáculos. Nunca
se sienta. Erguida enseña sus cuadros uno a uno: Leonora Carrington, Leonor
Fini, Diego Rivera, Sofía Bassi, Remedios Varo, pero sobre todo Leonora
Carrington, de quien María habla mucho porque la quiere. “Es mágica, yo amo la
magia. Por ella, por Leonora, pondría mi mano sobre el fuego. Sería capaz de
cualquier cosa”. Sobre su pecho lanza destellos una joya flexible y le pregunto
si será una pantera.
-Es un puma –responde María Félix -. Alex,
mi marido, me llama “puma”, seguramente por lo buena gente que soy y lo fácil
que resulta mi carácter.
Los aretes, grandes hojas de diamantes y
esmeraldas, también son de Cartier. Unas mancuernas: dos ojitos azules,
surrealistas y una camisa blanca con cuello de jockey. “Le pedí a mi jockey que
me prestara su camisa y se la copié, pero sólo el cuello ¿eh?”. Se quita los
aretes de las orejas que se ven muy pequeñas, delicadas, pegadas a la cabeza:
“Sí, tengo orejas muy bonitas y están muy limpias. A mí me gusta lo limpio. Si
de algo tuviera yo que presumir sería de mis orejas, aunque ya sé que tengo un
físico agradable”.
Lo más llamativo de la Doña es su manera
de moverse, de ir hacia un cuadro y otro, buscar la mirada del interlocutor,
rescatarla, demandarla imperiosa y atornillar sus ojos en los de uno. Mientras
habla y hace ademanes, en el dedo que los campesinos llaman “del corazón”
relampaguea un enorme diamante. “¿Verdad? ¿Qué le parece, Elenita? ¿No lo cree
usted así?”, inquiere a cada respuesta y el diamante corta el aire con sus mil
aristas.
Dicen que su rostro es duro e inexpresivo,
que lo único que sabe hacer es levantar la ceja; “¿Es este un rostro
inexpresivo?”, y creo que no, que es quizá un rostro agresivo por vital, por
enérgico, por bien dibujado, porque la perfección siempre aturde; un rostro
limpio. No, no señoras, María Félix no se pinta, no trae pan-cake ni
maquillaje; sólo los labios muy rojos, las pestañas muy negras, los ojos muy
brillantes, los dientes muy blancos. No, no señoras, ni una sola arruga, ni un
solo pliegue amargo en la comisura de los labios, nada se va a pique.
Elena Poniatowska
Todo México Tomo
1 agosto de 1973