La estrella se
expandía y se enfriaba, haciéndose
otra vez una nube
desgarrada y roja.
Arthur C. Clarke: El
fin de la infancia
Después de la segunda
explosión, Fetia 063 una joven delgada y pálida debido a la falta de luz
natural, despertó turbada y con un desorden de congoja en el cuerpo. Quiso
hablar, pero sus palabras eran simplemente un remedo, un murmullo
ininteligible.
Se levantó con dificultad.
La oscuridad parecía filtrarse a través de un embudo gigante. Pulsó el
interruptor. Las cortinas de metal se corrieron lentamente produciendo un
chillido penetrante. Los ventanales perfilaban un horizonte fastuoso; el cielo
parecía un enjambre de puntos luminosos. Apesadumbrada trató de recordar su
origen pero no pudo, una membrana pálida se había formado poco a poco alrededor
de su cerebro como un capullo de seda translúcida.
Desde pequeña soñaba con
estrellas fugaces, con caudas de cometas, con lluvia de aerolitos, con polvo
sideral. La mañana de la anunciación, las puntas de cristal estaban intactas,
los obeliscos permanecían inalterables, las pirámides cumplían con su misión,
pero los museos habían cerrado sus puertas. La historia había claudicado al
paso de las novedades, deteriorada por el movimiento de las barras magnéticas y
los asteroides. Fetia 063 había renunciado a su investigación de Phobos y Deimos, de pronto los satélites artificiales de Marte habían
perdido su interés. La migración de cefeidas y novas en el mapa interestelar de
la galaxia ya no llamaban la atención de nadie. Se clausuraron los
observatorios y los planetarios.
Todo estaba
extinguiéndose lentamente sin dejar indicio alguno. Mortificada, sospechaba que
vivía en un mundo irreal, rodeada de siluetas y duplicidades, manejada por el
engranaje de un reloj atemporal. No existían escenografías, solo proyecciones
holográficas de danzas ignotas y bestiarios insulares acompañados de música de
sintetizadores ocultos en los pasillos desnudos y en los laberintos
interminables. Un sonido escalofriante como sonidos lejanos de tiempos vencidos
por suplicio fatídico de los años.
Por regla general debía
permanecer en su gabinete después de la mediatarde. Estaba nerviosa, en la
lista de las exclusiones no figuraba su nombre, muchos habían partido con
anterioridad al refugio en Palus Somni.
Tomó un libro de su biblioteca particular, un texto anacrónico purgado de las
listas oficiales, Lo abrió en la página 19 y después en la 54. La historia
escrita en letras de moldes antiguos, en un alfabeto descontinuado de la
computadora nodriza, relataba en forma de saga, la última expedición a las
nebulosas de Andrómeda y Cabeza de Caballo en una nave interestelar, esa era la
misión, pero los viajeros no se detuvieron ahí, siguieron más adelante, más
allá de las Nubes de Magallanes hasta llegar a las galaxias fantasmas de Hidra.
Los pasajeros, Urko y Rodam jamás volvieron, se reportaron desaparecidos en el dossier espacial.
Pero Fetia 063 conocía la
verdad, la intuía. Ellos seguían vivos, detenidos en las nubes brumosas de
polvo frío y de gas, en la niebla cósmica del infinito, atrapados en el árbol
genealógico de las estrellas, eternamente jóvenes, con un halo de majestuosidad
en sus cabezas y un aura de bienestar en sus cuerpos, indemnes, con apariencia
de dioses.
Cerró el libro de golpe,
había memorizado la historia y sabia de las consecuencias finales. No quería
marcharse a Palus Somni en la Luna.
No deseaba dormir para siempre dentro de un cilindro repleto de hielo seco,
empollando una biosfera solemne y beatífica, esperando nuevos horizontes y un
mañana sin temores. Sospechaba que había otra verdad, se daban casos de
planetas borrados de la faz de la Vía Láctea por el horror a las epidemias y al
contagio, por el bombardeo atómico y la destrucción.
Cuando escuchó el bramido
de la explosión se desesperó por completo. Era el primer equinoccio del año.
Sin pensarlo abrió las ventanas. La saludó el frío y la humedad de una
atmósfera desconocida, polinizada. Su compartimento se comenzó a llenar de
amapolas, retoños que florecían en fracción de segundos, mostrando sus corolas
insólitas y sus pistilos mágicos. Empezó a bostezar lentamente, antes de quedar
inconsciente levantó la palanca de seguridad que sellaba las compuertas, poco a
poco se fueron abriendo las esclusas y los domos. Cuando amaneció, las campanas
de plata sonaron inútilmente. Todo el mundo permanecía dormido.
José González Gálvez
Coatzacoalcos, agosto
de 1987