Todos
los muebles, menos la silla del rincón que me
ha
servido para estar durante todo este tiempo.
Gabriel
García Márquez
Cuando el sol dobló
la esquina de la tarde para hacer noche el día, las gallinas, casi chocando por
la somnolencia, se colocaron ordenadamente en los horcones para disponerse a
dormir. Celina, dentro del reto de una pubertad de pueblo, cerró con un aldabón
la puerta del gallinero. En el suelo, la débil flama de un quinqué luchaba por
no desaparecer. La niña con un vestido de popelina sin color, lo levantó y se marchó a la cocina. La estufa estaba encendida, en la hornilla se calentaba
un café oloroso, y en el horno, el pan hinchado por la levadura. Dejó la
lámpara con petróleo sobre la mesa, en silencio se sirvió el café en un pocillo
de peltre, se sentó un su sillita de ocote burdo, adornada con unas florecitas
pintadas a mano en el respaldo, y mordió gustosa una semita.
Esa era su vida
desde que tenía uso de razón: encerrar a las gallinas al oscurecer, recoger los blanquillos en las mañanas,
limpiar los nidos, poner agua fresca y maíz limpio en los comederos. Su única
distracción era sentarse en la sillita
de patas torcidas, heredada de sus catorce hermanos anteriores, para devorar
con gula discreta el pan dulce y quemarse la lengua con el café hirviendo. La cocinera, artrítica pero diligente, la
consentía por ser la pequeña de la casa, y Celina correspondía a ese cariño
tallando antes de irse a dormir, los dedos arqueados de la anciana.
Celina creció
dejando atrás los vestiditos ya casi sin forma por el uso frecuente de
tantas hermanas, pero como era la última de la familia, continuó cuidando a las
gallinas mestizas que se vendían para caldo con verduras. A pesar de su edad, no abandonó la costumbre de ir a cenar con la
cocinera, que la esperaba ansiosa, con
la sillita recién lavada a mano con estropajo, el pan oloroso y el café caliente. La anciana,
ya casi ciega por tantas cataratas, le
contaba de tantísimos años que habían pasado en esa casa de alegría, a la
sombra de una inmensa ceiba con raíces retorcidas como sus dedos. Celina reía con sus ocurrencias sentada en la
sillita a pesar de su tamaño de mujer joven. Así descubrió que a pesar de su
aislamiento existía otro mundo más allá de las cercas de
palo mulato; un universo donde la gente se entendía en varios idiomas como
torre bíblica, y viajaban a través del viento en vehículos de metal. Entonces
también aprendió a desear.
Una noche, ni
Celina le abrió la puerta a las gallinas que ya estaban enloquecidas de sueño,
ni la vieja horneó pan ni preparó café. Las dos abandonaron la casa que las vio
crecer y envejecer, y cargando sus pocas pertenencias en una maleta
desvencijada, subieron al último camión de las nueve y media, que hacía el recorrido a
la capital. En la cocina apagada, quedó la sillita de ocote que de tanto uso ya
había perdido el dibujo de las florecitas pintadas a mano.
Enero de 2011
Me encantó la recreación del espacio en la historia de Celina, "dentro del reto de una pubertad de pueblo", pude aspirar los aromas del pan recién horneado y del café a punto sobre la hornilla de la cocina, apenas iluminada por el quinqué; la analogía de las manos artríticas de la anciana con las raíces retorcidas de la ceiba, y ese final tan tajante que deja ese espacio en el olvido uf!!! fue sin duda el "postre" que no me comí en la cena.
ResponderEliminarRosa Lotfe