lunes, 20 de enero de 2014

EL ÚLTIMO ROSTRO DE EVA

Para Reyna Salinas, quien me contó la historia.

Tengo más años de los que algunos suponen, y menos de los que anotaron en mi registro de ingreso. Para todos aquí soy la señora Eva Vizuet viuda de Montefiori. Nunca sentí la necesidad de llorar, desconocía ese sentimiento, pero un grito de frustración se desprendió de mi garganta, y grandes lágrimas de arrepentimiento escurrieron por mi cara. La enfermera subió alarmada. Con voz entrecortada le dije que se marchara, que todo estaba bien. Las lecciones de piano se suspendieron, el Adagio de Albinoni permaneció intacto en la partitura, fijado por el vicio de los años.

Todas las tardes paseaba por el parque, en un principio acompañada de la enérgica enfermera Justina, que a fuerza de silencio y obstinación comprendió mi deseo de permanecer a solas. Caminaba hablando con la boca cerrada, mascullando apenas un borbotón de frases caústicas, sosteniéndome sin dificultad en mi último compañero, un bastón de nogal con empuñadura de plata. Todas las tardes, sola, dejándome curtir por el viento corrosivo del abandono.

Ese otoño, sentada en la última banca del parque, sentí un huracán haciendo estragos en mis pulmones cansados. Traté de incorporarme pero no pude, entonces mi mano derecha tropezó con un bulto, de primera instancia y por el impacto no puse atención, pero al sentirme nuevamente en calma, fuera de la crisis reparé en el objeto. Se trataba de un pequeño libro, un diario con tapas de concha nácar, un inútil y estúpido artefacto para perder el tiempo. Intenté tirarlo pero me contuve, por un momento pensé en alguna de mis compañeras de asilo, de modo que de mala gana lo guardé en el bolso del gran delantal reglamentario.

Después de una semana nadie reclamó el diario, decidí llevarlo a objetos perdidos. Una noche, encerrada en mi recámara, con una jaqueca terrible a pesar de las pastillas con sabor a cereza del doctor Blackaller, tropecé nuevamente con el diario. Por insignificante se me había olvidado entregarlo. Una idea morbosa cruzó por mi mente: tenía qué leerlo. Al abrirlo me desilusioné, todas las hojas excepto una habían sido arrancadas de golpe, retazos de papel amarillento conformaban el vació. La última hoja estaba fechada en diciembre de 1966 y se leía lo siguiente:

“hasta hoy decidí escribir de nuevo después de tanto tiempo de ausencia, han pasado quince años desde la noche en que mi vida quedó convertida en un rehilete. Nunca comprendí la actitud de mi madre, su enérgica postura de guardiana de falsas costumbres de una aristocracia ridícula, de una educación casi victoriana. Me sometí a ella, guardé disciplina tragándome el rencor, como si fuera una carga de vitriolo, macerando mis pensamientos en una salsa virulenta. Displicente al metrónomo de las clases de piano, a la terapia obsoleta de higiene mental, a las precauciones asépticas para encubrir la menstruación, al timbre tedioso del profesor de francés, a la lectura interminable de las páginas bíblicas. Entonces, un día, llena de angustia y dolor reprimido, la miré a los ojos, y por primera y última vez le grité con todas mis fuerzas. Mi madre también me miro, pero con odio, con un incendio convulso en su mirada…”

Cerré el diario de golpe, sentí el corazón como un alfiletero de remembranzas, un líquido caliente se derramó en mi cerebro. Desperté después de tres días, tenía medio cuerpo paralizado. Una sonda nauseabunda me alimentaba y varias mangueras de plástico me cruzaban las venas. Pero a  pesar de mi estado lamentable podía recordar: “mi madre también me miró, pero con odio, con un incendio convulso en su mirada”. Así escribió mi hija Clarisa en la última página de su diario. Quise llorar pero mis lagrimales estaban secos.

Clarisa Montefiori, poeta y novelista, galardonada con el premio Cervantes, terminó de leer el diario de su madre. En la última página, escrita con letra temblorosa, Eva ordenó su sepelio. Deseaba que la enterraran en el patio del convento donde pasó sus últimos años de lisiada, cerca de las amapolas silvestres y los lirios pálidos. Un parterre insólito donde jugaba todos los días con una adolescente translúcida, una ilusión desdibujada por el último calor del atardecer, una imagen lánguida que tomaba de los hombros, la apretaba contra su cuerpo y le pedía perdón mil veces, llamándola hija y besándola en la frente hasta el delirio.

Coatzacoalcos Veracruz, 1963  

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario