Para Reyna Salinas,
quien me contó la historia.
Tengo más años de los
que algunos suponen, y menos de los que anotaron en mi registro de ingreso.
Para todos aquí soy la señora Eva Vizuet viuda de Montefiori. Nunca sentí la necesidad
de llorar, desconocía ese sentimiento, pero un grito de frustración se
desprendió de mi garganta, y grandes lágrimas de arrepentimiento escurrieron
por mi cara. La enfermera subió alarmada. Con voz entrecortada le dije que se
marchara, que todo estaba bien. Las lecciones de piano se suspendieron, el
Adagio de Albinoni permaneció intacto en la partitura, fijado por el vicio de
los años.
Todas las tardes
paseaba por el parque, en un principio acompañada de la enérgica enfermera
Justina, que a fuerza de silencio y obstinación comprendió mi deseo de
permanecer a solas. Caminaba hablando con la boca cerrada, mascullando apenas
un borbotón de frases caústicas, sosteniéndome sin dificultad en mi último
compañero, un bastón de nogal con empuñadura de plata. Todas las tardes, sola,
dejándome curtir por el viento corrosivo del abandono.
Ese otoño, sentada en
la última banca del parque, sentí un huracán haciendo estragos en mis pulmones
cansados. Traté de incorporarme pero no pude, entonces mi mano derecha tropezó
con un bulto, de primera instancia y por el impacto no puse atención, pero al
sentirme nuevamente en calma, fuera de la crisis reparé en el objeto. Se
trataba de un pequeño libro, un diario con tapas de concha nácar, un inútil y
estúpido artefacto para perder el tiempo. Intenté tirarlo pero me contuve, por
un momento pensé en alguna de mis compañeras de asilo, de modo que de mala gana
lo guardé en el bolso del gran delantal reglamentario.
Después de una semana
nadie reclamó el diario, decidí llevarlo a objetos perdidos. Una noche,
encerrada en mi recámara, con una jaqueca terrible a pesar de las pastillas con
sabor a cereza del doctor Blackaller, tropecé nuevamente con el diario. Por
insignificante se me había olvidado entregarlo. Una idea morbosa cruzó por mi
mente: tenía qué leerlo. Al abrirlo me desilusioné, todas las hojas excepto una
habían sido arrancadas de golpe, retazos de papel amarillento conformaban el
vació. La última hoja estaba fechada en diciembre de 1966 y se leía lo
siguiente:
“hasta hoy decidí
escribir de nuevo después de tanto tiempo de ausencia, han pasado quince años
desde la noche en que mi vida quedó convertida en un rehilete. Nunca comprendí
la actitud de mi madre, su enérgica postura de guardiana de falsas costumbres
de una aristocracia ridícula, de una educación casi victoriana. Me sometí a
ella, guardé disciplina tragándome el rencor, como si fuera una carga de
vitriolo, macerando mis pensamientos en una salsa virulenta. Displicente al
metrónomo de las clases de piano, a la terapia obsoleta de higiene mental, a
las precauciones asépticas para encubrir la menstruación, al timbre tedioso del
profesor de francés, a la lectura interminable de las páginas bíblicas.
Entonces, un día, llena de angustia y dolor reprimido, la miré a los ojos, y
por primera y última vez le grité con todas mis fuerzas. Mi madre también me
miro, pero con odio, con un incendio convulso en su mirada…”
Cerré el diario de
golpe, sentí el corazón como un alfiletero de remembranzas, un líquido caliente
se derramó en mi cerebro. Desperté después de tres días, tenía medio cuerpo
paralizado. Una sonda nauseabunda me alimentaba y varias mangueras de plástico
me cruzaban las venas. Pero a pesar de
mi estado lamentable podía recordar: “mi madre también me miró, pero con odio,
con un incendio convulso en su mirada”. Así escribió mi hija Clarisa en la
última página de su diario. Quise llorar pero mis lagrimales estaban secos.
Clarisa Montefiori,
poeta y novelista, galardonada con el premio Cervantes, terminó de leer el diario
de su madre. En la última página, escrita con letra temblorosa, Eva ordenó su
sepelio. Deseaba que la enterraran en el patio del convento donde pasó sus
últimos años de lisiada, cerca de las amapolas silvestres y los lirios pálidos.
Un parterre insólito donde jugaba todos los días con una adolescente
translúcida, una ilusión desdibujada por el último calor del atardecer, una
imagen lánguida que tomaba de los hombros, la apretaba contra su cuerpo y le
pedía perdón mil veces, llamándola hija y besándola en la frente hasta el
delirio.
Coatzacoalcos
Veracruz, 1963