Para Agustín Monsreal por su amistad
El cielo dibuja sobre las ventanas una
extraña coincidencia. Yo, Eleonora, en pleno uso de mis facultades mentales…
Trato de concluir lo iniciado, pero no
puedo; me siento imposibilitada para hacerlo, abúlica, herida por diminutas pinzas invisibles.
He tomado una determinación, es imposible continuar viviendo una vida que no me corresponde. Todo ese oropel es fingido, una máscara lamentable que jamás podrá tener un final adecuado.
Tomé papel y lápiz. Escribí, ya no recuerdo cuántas horas, sin embargo, al fin pude sellar el sobre, y rotularlo con mi nombre de soltera, que dejará de existir cuando él termine de leer la carta. Imagino su reacción colérica. No la destruirá, por supuesto que no, tiene que existir una constancia para que justifique su actitud de esposo ultrajado.
Por él conocí a Sofía. Una adolescente bella como pintura renacentista. Dijo que era una sobrina que acababa de sufrir una pérdida irreparable. Me pareció huérfana, desprotegida, humilde. Decidí adoptarla. Nos hicimos inseparables, comíamos juntas, nos bañábamos entre risas, y descansábamos abrazadas. Una mañana, cuando cortábamos fresas silvestres, Sofía me descubrió descalza. En silencio, se agachó, me tomó los pies y comenzó a besarlos poco a poco, deteniendo la lengua entre los dedos. Mientras lo hacía, la tomaba de los cabellos, los acariciaba con fruición, y cerrando los párpados me dejé llevar dentro de un vórtice de aguas marinas.
Con el tiempo, él aprendió el abecedario de los celos y en un arranque de furia, sentenció que Sofía debía irse al internado de las Ursulinas. Cuando la pequeña se marchó, medité uno a uno los sucesos, rumiando ese espacio desolado que me lastimaba igual que un cólico miserere.
Escribí toda la noche hasta dejar la carta concluida. La cerré pensando en Sofía, y me dormí de cansancio, recordando sus rizos desmadejados y sus ojos lánguidos atrapados en un cielo tranquilo.
Me levanté sin coordinar los horarios. Me lavé con jabón de sándalo cada pliegue besado por Sofía, hasta quedar satisfecha. En silencio me coloqué el vestido de raso negro, los guantes de encaje y un sobrecuello de pedrería. Me peiné durante horas y cubrí mi rostro con una mantilla española. Entre mis manos sostenía con fuerza, el pequeño ramo de azahares que use cuando novia. No me calcé, recordando las palabras de Sofía cuando acariciaba mis pies desnudos. Entonces me sentía mareada y me dejaba hundir en un pozo salino y profundo.
Han pasado las horas, lo sé, porque desde mi lecho mortuorio de monja coronada, el cielo dibuja sobre las ventanas una extraña coincidencia.
Ciudad de Veracruz, octubre de 2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario