¿Quién
examina a los yupis, a los fresas, a las niñas de la Ibero, a las que traen una
bolsa Hermes, un traje Chanel, un perfume Dior y se derrumban como la
Cenicienta después de las doce de la noche porque en vez de Nueva York dicen
Nueva Yor? ¿Quién camina con zapatos Gucci y llega tarde a presentaciones y
conferencias y se conquista al público obviamente guadalupano con su intervención
graciosa y desparpajada? ¿Quién se peina como un paje y siempre tiene una
palabra de trigo dulce para los demás? Es fácil adivinar que se trata de
Guadalupe Loaeza que ahí viene estupendamente vestida, llena de proyectos y de
entusiasmos, envuelta en las noches tibias y calladas de Veracruz, el hastío es
pavorreal que se aburre de luz por la tarde y Granada, tierra soñada por mí,
aunque en el caso de Lupita, Granada sería París porque, Caballero de la Legión
de Honor, no hay mexicana más devota de Francia que ella, después de Charles
Trenet (claro, exagero, pero Guadalupe incita a los excesos).
Las
niñas bien salieron a la calle en 1987 pero ya Guadalupe Loaeza tenía más
de cuatro años analizándolas en sus artículos, primero en unomásuno y luego La Jornada.
Guadalupe las sacó de Las Lomas, de San Ángel y las catalogó: niña bien
fresa, niñas bien, universitarias, niña bien pobretona pero con tipo de gente
decente, niña bien hija de político, altanera y déspota con sus guaruras. Las
“niñas bien” se ofendieron, sus papás se enojaron, los lectores se regocijaron.
Por fin una visión crítica, fresca y original de quienes figuraban en la
sección de “Sociales” que los domingos se transformaba en “Ensalada Popoff”.
Hasta entonces, a los “trescientos y algunos más” los retrataban con mucho
comedimiento los cronistas de las páginas de “Sociales” de los cuatro grandes
periódicos: El Universal, Excélsior,
Novedades, y el más gobiernista de todos El Nacional. Las crónicas eran anodinas y elegiacas, el Duque de
Otranto, Carlos León, Agustín Barrios Gómez, Rosario Sansores, Armando Valdés
Peña, reflejaban en sus reseñas un mundo plateado como la cubierta de la
revista Social. Guadalupe Loaeza
invirtió los términos e hincó su ingenio y su capacidad de observación en las mejillas
sonrosadas de festejadas y consumistas y su análisis resultó demoledor porque
era juez y parte, es decir, escribía desde dentro y enjuiciaba a su propio
mundo.
Al periodismo mexicano, Guadalupe Loaeza
le aportó un estilo desenfadado, antisolemne y le dio importancia a lo que
aparentemente no importa: las hombreras, las medias negras, los anteojos para
el sol, ,sacadólares y la depilación de las cejas. Salió a la pública palestra
a romper esquemas establecidos, irritó y llamó la atención. Rosario Castellanos
era una humorista en su conversación pero no lo era en su literatura. María
Lombardo de Caso, esposa de Alfonso Caso, pudo ser la Jorge Ibargüengoitia
feminista pero su célebre marido la tragó y la encerró en la tumba 7 de Monte
Albán. Guadalupe le dio un enfoque tan diferente a lo que suele leerse, que Las niñas bien siguen siendo, después de
un cuarto de siglo, un verdadero triunfo. Guadalupe gusta mucho, la gente la
llama mucho, le escribe mucho al periódico Reforma.
Su contraparte, a quien llama Sofía y con la que dialoga de día y de noche,
puede estar muy orgullosa. Siempre hay una intención en lo que ella escribe, no
esconde nada, es muy clara y eso el lector lo agradece. Dentro del periodismo,
siempre lleno de malas intenciones, Guadalupe es un soplo de aire fresco, un
ramo de alcatraces, una ollita de barro de caldo de camarón que se ofrece como
aperitivo, un buen tequila, y la certeza de un diálogo dadivoso y espléndido.
Elena
Poniatowska
Editorial
Océano de México 2010
Imagen de la
portada: Pedro Friedeberg
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