Una y otra
obra aclaran el rostro velado, secreto, del mundo. Cantar de ciegos, bajo las máscaras de México, hace aflorar a la
memoria de un pueblo, las crueldades ocultas en cada ser y que vienen de la
noche de los tiempos, la espuma de la noche azteca.
Pero Carlos Fuentes no sólo es el escritor
de esta noche. Se maravilla de los colores del día, de la vida. Y nos maravilla
por la riqueza, el estallido, la flama, pero también por los frágiles matices
de su pintura: un barroco a la manera de Fellini –con un gesto muy vivo de
Beardsley- a lo que se agrega una sensibilidad a flor de piel, de palabras. Es
carnoso, delicado, llameante, como el cuerpo de Claudia Nervo, la heroína de Zona sagrada, un cuerpo “color de rosas
blancas”.
“Los cuerpos son jeroglíficos sensibles”,
escribe Octavio Paz en el prefacio que escribió para Cantar de ciegos. Los cuerpos son como la escritura enmascarada de
la memoria. Cada cuerpo se dibuja, toma consistencia, en el mundo como la señal
de una magia, de una brujería. Cada cuerpo porta consigo su parte de sombras,
de fantasmas, de miedos, de tabués. Un jardín secreto… Pero en Guillermo, hijo
de Claudia, el jardín secreto se ha convertido en una selva.
El héroe profesa a su madre una pasión
incestuosa y mística. Claudia es un monstruo sagrado: actriz mexicana mimada,
adorada. Una devoradora de diamantes, una flor carnívora, una castradora.
Fascinada por su imagen, como Narciso, busca en los ojos de los demás los
espejos que le digan la eternidad de esta imagen. Se transforma sin cesar, unas
veces pantera o garza, unas veces Cleopatra, esforzándose por fijar una imagen
de sí misma, deseándose inmutable, deseándose estatua.
El hijo mira la carne como un tabú, una
carroña, la máscara de la muerte, y, cuando galantea con una muchacha, Bela, lo
hace bajo la mirada de su madre, como un descenso a los infiernos, para que su
madre, al fin, se interese por él.
Guillermo ha escogido el angelismo. Se
quiere ángel cerca de la divinidad imagen pura y lisa también él. Su búsqueda
se parece a un vía crucis. Se piensa en la frase de Santa Teresa: “El amor es
duro e inflexible como el infierno”. El hijo acaba por identificarse con la
madre y, un día se viste, se engalana con ella. El adorador se confunde con la
imagen que venera: con su totém. Su fiebre es tan fuerte que ha trasgredido la
más profunda de las prohibiciones: la del incesto. Guillermo ha tentado al
diablo. El amor es un crimen. No hay amor sin gusto de crimen. Al final de la bellísima
novela de Carlos Fuentes, Guillermo parece que expía. Sufre una última
metamorfosis. Él que soñaba con el angelismo, se convierte en perro: casi una
carroña.
Francois
Bott
Le Monde, París Francia.
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