sábado, 22 de febrero de 2014
LA IMPORTANCIA DEL CINE DE ARTURO RIPSTEIN
La represión física y
espiritual engendra violencia; el dolor y la impotencia desbaratan un estado de
sitio idílico, y terminan por romper los muros del castillo para poner al
descubierto una pureza enferma y decadente, una flor del mal que agoniza
después de dieciocho años de prisión.
Basado en un hecho
real ocurrido en Ciudad de México en la década de los cincuenta, El castillo de la pureza, filme
indispensable del cineasta mexicano Arturo Ripstein, es una película que interroga al espectador, para saber y darnos
a conocer, los patrones de la conducta
del ser humano dentro de su rebuscado laberinto mental. También los personajes
se asombran y parecen decir con la mirada su desconcierto total, como el big close up final y sorprendente de
una Rita Macedo inexpresiva pero hermosa a la vez. Psique y cuerpo muchas veces
no marchan tomados de la mano.
La noticia
periodística también sirvió de tema para Sergio Magaña en su obra de teatro Los motivos del lobo, y para Luis Spota
en su novela La carcajada del gato.
El filme es circular, inicia con un lento travelling
del interior de la casona en ruinas y bajo una lluvia torrencial, y termina
cuando sus habitantes son liberados de su prisión bajo ese mismo estado pluvial
en desorden. Ripstein barajea los naipes y nos muestra las cartas gastadas de
un tarot sin precedentes.
El padre,
protagonista principal, es Gabriel Lima, un pater noster ambivalente y catatónico, que menciona con precisión las profecías de Nostradamus, obsesionado con
las llaves y los candados, y con el exterminio de las ratas, es un voyeur fatalista, carcelero, sumido en
sus cánones de pureza bizarra y
obediencia victoriana. Su figura queda remarcada en una secuencia del filme,
cuando se refleja por triplicado en un espejo de tres lunas.
Beatriz es una
antigua prostituta que asume su condición de madre obediente pero víctima de un
chantaje constante, que no le importa estar encerrada mientras perdure en su
entorno un orden ficticio. Sus tareas principales consisten en estar frente al
espejo del tocador embelleciéndose, permanece sumisa durante la cópula y
guardar los rizos de sus hijos en una caja metálica.
Los hijos: Voluntad,
Utopia y Porvenir, son las víctimas del pecado, unos niños lastimados por la
soledad y el infortunio. Púberes que juegan juegos en complicidad con su madre
en ausencia del padre, bajo una lluvia pertinaz que parece no finalizar nunca.
El perfil sicológico
de Gabriel va en deterioro. Castra simbólicamente a su hija al cortarle el
cabello cuando presume que coquetea con el inspector, come carne a escondidas y
en la soledad lame la sangre de las heridas de sus dedos. Después de descubrir
el escarceo amoroso de sus hijos mayores, su código moral se desmorona, su
obsesión de castigo se acentúa, tiene alucinaciones auditivas, ideas de
persecución y muerte lo perturban como inmensos pájaros negros.
Un incidente
premeditado pone fin al reinado de terror de Gabriel Lima. Sus prisioneros
desamparados, asustados por el fantasma de la libertad regresan obedientes a su
claustro para tratar de recomponer su crisálida enferma.
La cinta fue dedicada
a Rafael Castanedo, y el título tomado de un ensayo de Octavio Paz y del poema Igitur
de Stéphane Mallarmé.
FICHA TECNICA.
El castillo de la
pureza. Dirección de Arturo
Ripstein. Argumento y
adaptación de Arturo
Ripstein y José
Emilio Pacheco. Fotografía
en Eastmancolor de
Alex Phillips. Música de
Joaquín Gutiérrez
Heras. Escenografía de
Manuel Fontanals.
Ambientación de Lucero
Isaac. Edición de
Rafael Castanedo y Eufe
mio Rivera.
Protagonistas: Claudio Brook,
Rita Macedo, Diana
Bracho, Arturo Beristáin
y otros. Duración 110
minutos. Producción
Estudios Churubusco
1972.
José González Gálvez
Coatzacoalcos Veracruz 1972
HISTORIA DE CELINA Y LA SILLITA HEREDADA
Todos
los muebles, menos la silla del rincón que me
ha
servido para estar durante todo este tiempo.
Gabriel
García Márquez
Cuando el sol dobló
la esquina de la tarde para hacer noche el día, las gallinas, casi chocando por
la somnolencia, se colocaron ordenadamente en los horcones para disponerse a
dormir. Celina, dentro del reto de una pubertad de pueblo, cerró con un aldabón
la puerta del gallinero. En el suelo, la débil flama de un quinqué luchaba por
no desaparecer. La niña con un vestido de popelina sin color, lo levantó y se marchó a la cocina. La estufa estaba encendida, en la hornilla se calentaba
un café oloroso, y en el horno, el pan hinchado por la levadura. Dejó la
lámpara con petróleo sobre la mesa, en silencio se sirvió el café en un pocillo
de peltre, se sentó un su sillita de ocote burdo, adornada con unas florecitas
pintadas a mano en el respaldo, y mordió gustosa una semita.
Esa era su vida
desde que tenía uso de razón: encerrar a las gallinas al oscurecer, recoger los blanquillos en las mañanas,
limpiar los nidos, poner agua fresca y maíz limpio en los comederos. Su única
distracción era sentarse en la sillita
de patas torcidas, heredada de sus catorce hermanos anteriores, para devorar
con gula discreta el pan dulce y quemarse la lengua con el café hirviendo. La cocinera, artrítica pero diligente, la
consentía por ser la pequeña de la casa, y Celina correspondía a ese cariño
tallando antes de irse a dormir, los dedos arqueados de la anciana.
Celina creció
dejando atrás los vestiditos ya casi sin forma por el uso frecuente de
tantas hermanas, pero como era la última de la familia, continuó cuidando a las
gallinas mestizas que se vendían para caldo con verduras. A pesar de su edad, no abandonó la costumbre de ir a cenar con la
cocinera, que la esperaba ansiosa, con
la sillita recién lavada a mano con estropajo, el pan oloroso y el café caliente. La anciana,
ya casi ciega por tantas cataratas, le
contaba de tantísimos años que habían pasado en esa casa de alegría, a la
sombra de una inmensa ceiba con raíces retorcidas como sus dedos. Celina reía con sus ocurrencias sentada en la
sillita a pesar de su tamaño de mujer joven. Así descubrió que a pesar de su
aislamiento existía otro mundo más allá de las cercas de
palo mulato; un universo donde la gente se entendía en varios idiomas como
torre bíblica, y viajaban a través del viento en vehículos de metal. Entonces
también aprendió a desear.
Una noche, ni
Celina le abrió la puerta a las gallinas que ya estaban enloquecidas de sueño,
ni la vieja horneó pan ni preparó café. Las dos abandonaron la casa que las vio
crecer y envejecer, y cargando sus pocas pertenencias en una maleta
desvencijada, subieron al último camión de las nueve y media, que hacía el recorrido a
la capital. En la cocina apagada, quedó la sillita de ocote que de tanto uso ya
había perdido el dibujo de las florecitas pintadas a mano.
Enero de 2011
sábado, 1 de febrero de 2014
HOMENAJE A ALEJANDRA PIZARNIK EN TRES TIEMPOS
ESTAFETA I
Alejandra Pizarnik me
dio un beso en la mejilla izquierda. Impertérrito, un mar de lilas inundó mi voz
y mi silencio. Soy de gis, no tengo recuerdos, tampoco puedo sentir el corazón
latiendo arrítmico, desmesurado, como un violín destemplado, como olas inmensas
que se van y no regresan. Un sol negro alumbró parcialmente la sombra del dolor
y los vestigios de lágrimas jamás lloradas. Cuando duermo sueño a estar
despierto. “Vida, mi vida, ¿Qué has hecho
de mi vida?”
ESTAFETA II
Es como si un horno
inverosímil me incendiara las entrañas, y después de las llamas, el carbón en
polvo, mudo, ebrio de rencor, fluyera inasible en el árbol corpulento de mis
bronquios, en el plato cóncavo de mis córneas, en el nudo inadecuado de mi
sexo.
ESTAFETA III
Un estilete de luz
portentosa me atraviesa la garganta, y el suplicio calienta al rojo vivo el
bullicio de las tardes y el tedio insoportable de las horas muertas. Entonces
llueven palabras, alaridos, saliva, pedazos de vocales verdes, profecías, una
lengua mórbida. Son estropicios, celdas de arrepentimiento. Toda una ceremonia
discreta.
Julio de 2008
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