Para Carolina Guzmán
Sol
Lo que estoy
escribiendo no se trata de un diario, es la relación de hechos ocurridos desde
que conocí a Jesús en casa de Cristina. No voy a reseñar su físico, porque lo
verdaderamente valioso es que, desde la presentación, sentí de golpe los
latidos de su corazón y el movimiento de la sangre a través de las venas. Me
doblegué a su juventud y a su piel sensible al roce de mis dedos.
Nos amamos sin
olvidar esquina alguna de nuestros cuerpos. De conocer sin prisas la gramática
del sexo, de llegar al delirio en la eclosión del momento, y desplomarnos entre
sábanas húmedas de sudor y el olor ácido del orgasmo.
Quiero a Jesús, con
la necesidad imperiosa de una sed que me abrasa las entrañas. Lo necesito
sabiendo de antemano, que una tarde cualquiera se irá para siempre, y será por mi pecado, por la
gula obscena de mi cuerpo, como una ciudad que crece y se pierde.
La última vez que nos
vimos, estaba cubierta con un sari transparente, escuchando música de Mozart,
el exquisito piano concierto número 21 en C mayor. Entró a la recámara
sosteniendo entre las manos un ramo de azucenas. No pude hablar, porque el
embriagante aroma de su piel, aniquiló mis sentidos. Fui a su encuentro con
movimientos silenciosos y lentos como una mantarraya nadando en aguas
tranquilas.
Jesús amaneció
desnudo, con el cuello lacerado y cubierto de costras tiernas, en su rostro se
dibujaba un rictus de dolor beatífico.
La luz se impregnó de
humedad compacta. Las azucenas estaban regadas en el suelo, la música de Mozart
había enmudecido, sólo se escuchaba el incesante zumbido de insectos
frenéticos.
Extraño a Jesús, pero
a veces existen zonas sagradas, donde el ansia encierra deseos inconfesables.
Me llamo Julia, soy
alta, espigada, de huesos pronunciados y una coloración aceitunada de la piel.
No recuerdo mi edad, pero por años mis antepasados se han alimentado de sangre
tibia.
José González Gálvez
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