lunes, 8 de julio de 2013

COSA DE MUJERES VII

Para Carolina Guzmán Sol

Me llamo Julia, soy alta, espigada, de huesos pronunciados y una coloración aceitunada de la piel, herencia posiblemente de mis antepasados que se procrearon en una isla desperdigada de la Polinesia. Siempre visto de blanco, aún en reuniones de ejecutivos bancarios y empresarios extranjeros. Me siento cómoda dentro de mis amplias ropas de diseño único. Cristina, una amiga íntima, que tiene derecho a decirme todo lo que le venga en gana, me ruega que deje en paz esos accesorios de teatro. Pero a pesar de mi aspecto estrafalario, los hombres me buscan, y eso no puedo evitarlo. Me hace sentir deseada, y los dejo ser, como el gato que persigue al ratón, hasta conocer el final del juego.
Lo que estoy escribiendo no se trata de un diario, es la relación de hechos ocurridos desde que conocí a Jesús en casa de Cristina. No voy a reseñar su físico, porque lo verdaderamente valioso es que, desde la presentación, sentí de golpe los latidos de su corazón y el movimiento de la sangre a través de las venas. Me doblegué a su juventud y a su piel sensible al roce de mis dedos.
Nos amamos sin olvidar esquina alguna de nuestros cuerpos. De conocer sin prisas la gramática del sexo, de llegar al delirio en la eclosión del momento, y desplomarnos entre sábanas húmedas de sudor y el olor ácido del orgasmo.
Quiero a Jesús, con la necesidad imperiosa de una sed que me abrasa las entrañas. Lo necesito sabiendo de antemano, que una tarde cualquiera se irá  para siempre, y será por mi pecado, por la gula obscena de mi cuerpo, como una ciudad que crece y se pierde.
La última vez que nos vimos, estaba cubierta con un sari transparente, escuchando música de Mozart, el exquisito piano concierto número 21 en C mayor. Entró a la recámara sosteniendo entre las manos un ramo de azucenas. No pude hablar, porque el embriagante aroma de su piel, aniquiló mis sentidos. Fui a su encuentro con movimientos silenciosos y lentos como una mantarraya nadando en aguas tranquilas.
Jesús amaneció desnudo, con el cuello lacerado y cubierto de costras tiernas, en su rostro se dibujaba un rictus de dolor beatífico.
La luz se impregnó de humedad compacta. Las azucenas estaban regadas en el suelo, la música de Mozart había enmudecido, sólo se escuchaba el incesante zumbido de insectos frenéticos.
Extraño a Jesús, pero a veces existen zonas sagradas, donde el ansia encierra deseos inconfesables.

Me llamo Julia, soy alta, espigada, de huesos pronunciados y una coloración aceitunada de la piel. No recuerdo mi edad, pero por años mis antepasados se han alimentado de sangre tibia.

José González Gálvez 

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