Parsimoniosamente,
una tortuga de caparazón craquelado avanza entre los mármoles de Sounión. Las
dieciséis columnas dóricas que aún se mantienen erguidas en el templo de
Poseidón son lastimadas por un viento helado y el sol inclemente del Cabo. A
sus pies, un mar azul profundo descansa en sus orillas, aletargado por el peso
de los siglos.
Una bandada de palomas irrumpe en el
horizonte mientras las perdices se ocultan entre los Carpobrotus edulis. El viento gime en mis oídos con un dejo de dolor.
Los olivos se mecen altivos, regidos en un compás de espera inacabable.
En medio de esta magia helénica, la poesía
fluye pausada, atrapando inmisericorde a los escritores como en una gigantesca tela
de araña. Lord Byron sucumbió a la seducción y plasmó su rúbrica en el frío
mármol del templo.
Al desprenderse la tarde, los rayos del
sol atraviesan como saetas el mármol translúcido del santuario, gestando una
visión fascinante, un juego de luces portentoso. Tras el breve crepúsculo vino
oscura y serena la noche que es un gran manto gélido, colmado de profundas
agujas heladas que se incrustan sin piedad en la piel del aire.
Y así, día a día, paso a paso, se forman
años que se prolongan en siglos. El templo de Poseidón se mantiene incólume
como un centinela provecto, impertérrito a las astillas del tiempo.
José González Gálvez
José González Gálvez
Atenas Grecia, domingo 22 de septiembre de
2019