Eran las
cuatro de la madrugada cuando Miroslava me llamó por teléfono. Adormilado aún,
no reconocí su voz, y tuve que aguardar unos segundos para distinguir el timbre
de sus palabras:
—Andrés —Me dijo con su voz de mar en calma—. Por
favor desvísteme con tu poesía.
El océano se
desplazó lentamente como encaje blanco en una playa de arenas desmayadas. Su
marea se regía en una perpetua lectura de notas en pentagrama. Un adaggieto solemne, inmarcesible.
Miroslava rezó
en silencio de marea tenue:
—Abrázame desnuda con tus sonetos que me
calcinan toda. ¡Te lo suplico! Mi corazón late en sístole perpetua.
El auricular
se extravió entre sábanas y almohadas. Me vestí como pude y salí a su encuentro.
Al entrar a la recámara de Miroslava, una vorágine de aguas de océano se
filtraba a través de las paredes, y un párpado de luminosidad azul acero,
rodeaba el lecho de mi amada.
José González Gálvez
José González Gálvez
Coatzacoalcos
27 de febrero de 2019
Imagen:
Joaquín Sorolla y Bastida
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