sábado, 15 de julio de 2017

EL PASEO


Para Omar Béjar Gómez

En el país de los ciegos el tuerto es rey, y en el país de los reyes los ciegos son pordioseros, vociferaba mi abuelo Asdrubal II, bautizado así en memoria de un emperador sanguinario y caníbal del lejano oriente; cuando pasaba la hilera de invidentes harapientos que caminaban en fila, tomados del hombro, uno a uno, por la mano derecha del otro, como imágenes grotescas escapadas de una pintura de Brueghel el Viejo.

Transitaban parsimoniosamente, con la lentitud propia de los discapacitados, como si fueran tortugas sedientas, formando el cabalístico número siete, cubiertos con sus gorros frigios y sus mantos deshilachados a modo de capas españolas, con sus pantalones remendados y parchados como payasos en decadencia, bajo el baño inclemente del sol de mayo.

A pesar de sus gritos desaforados, mi abuelo vivía atemorizado, porque en el fondo aunque no lo dijera, temía finalizar como ellos, limosneando todos los sábados los veinte centavos de pan dulce y el cuartillo de leche de vaca. Por eso los insultaba, por miedo, por un dolor que era inútil sentirlo, porque mi abuelo nunca acabaría como los ciegos que odiaba. Era un hombre acaudalado, dueño de tierras que ya habían perdido sus límites por el paso de las generaciones.

Por eso soy un muchacho apaciguado, que prefiere fumar la pipa de la paz de las conciencias en orden y la seguridad de una vejez acomodada, meciéndome en un sillón de madera y respirando el perfume tranquilo de las glicinas y los geranios.

José González Gálvez 


Diciembre de 1988

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