Para Omar Béjar Gómez
En el país de los
ciegos el tuerto es rey, y en el país de los reyes los ciegos son pordioseros,
vociferaba mi abuelo Asdrubal II, bautizado así en memoria de un emperador
sanguinario y caníbal del lejano oriente; cuando pasaba la hilera de invidentes
harapientos que caminaban en fila, tomados del hombro, uno a uno, por la mano
derecha del otro, como imágenes grotescas escapadas de una pintura de Brueghel
el Viejo.
Transitaban
parsimoniosamente, con la lentitud propia de los discapacitados, como si fueran
tortugas sedientas, formando el cabalístico número siete, cubiertos con sus
gorros frigios y sus mantos deshilachados a modo de capas españolas, con sus
pantalones remendados y parchados como payasos en decadencia, bajo el baño
inclemente del sol de mayo.
A pesar de sus gritos desaforados,
mi abuelo vivía atemorizado, porque en el fondo aunque no lo dijera, temía
finalizar como ellos, limosneando todos los sábados los veinte centavos de pan
dulce y el cuartillo de leche de vaca. Por eso los insultaba, por miedo, por un
dolor que era inútil sentirlo, porque mi abuelo nunca acabaría como los ciegos
que odiaba. Era un hombre acaudalado, dueño de tierras que ya habían perdido
sus límites por el paso de las generaciones.
Por eso soy un muchacho
apaciguado, que prefiere fumar la pipa de la paz de las conciencias en orden y
la seguridad de una vejez acomodada, meciéndome en un sillón de madera y
respirando el perfume tranquilo de las glicinas y los geranios.
José González Gálvez
José González Gálvez
Diciembre de 1988
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