Un farol nos
detiene. Un farol rojo que expande su luz y se balancea frente a nosotros. Sólo
se ve el farol, la lluvia y la noche cierran la carretera. “¿Qué quieren esos?
¿Dónde estamos?”.
El farol se
acerca y alguien, allá en el fondo de la oscuridad, nos dice: “¡Bajen sus
luces!¡Favor!¡Favor de hacerse a un lado!”.
La lluvia
golpea ahora más fuerte, en ráfagas blancas, mezcladas con neblina.
Por la
ventanilla abierta se asoma una cara extraña, como de cobre: “No se puede
seguir más allá – dice. Se ha derrumbado el paredón en Mata Oscura. No hay
paso. Eso es todo. Pueden volverse a poza rica o quedarse aquí. Como quieran”.
Es un
soldado. Detrás de él está un rifle por el que escurre el agua en hilos
brillantes.
--¿Dónde
estamos?¿Qué lugar es este?
Nada. El
soldado ha desaparecido.
Se hace un
claro en la niebla. Un agujero por donde entra una luz anaranjada como de
amanecer, hacia atrás de nosotros. Esa es poza rica. No estamos lejos. Me bajo
del automóvil. El volante ha estado en mis manos muchas horas. Se siente
pegajoso y resbala con este calor húmedo. Recorro bajo la lluvia una larga fila
de coches y camiones que parecen dormidos, ladeados sobre la cuneta. Voy hasta
donde está el farol. Pregunto:
Diga
usted—me interrumpe.
--,.. está más
allá de Tihuatlán o antes?
-- Más allá.
En Mata Oscura.
-- Bueno. Déjenos
pasar. Nosotros vamos a Tihuatlán.
--Aquí es Tihuatlán---
y señala a su izquierda, hacia la negra noche. Aquí mero es.
--Entonces…
podemos seguir, ¿no?
-- Para allá
no. Para acá, sí. Ya le dije.
La lluvia
escampa. Los faros del automóvil buscan hacia la izquierda y descubren algunas
casas entre los matorrales. Aún lado, un camino encharcado.
--El camino
de Álamo. Sí señor.
-- Pero es
que nosotros vamos al camino de Teayo.
--Es igual.
Allí adelantito está la desviación.
Entramos.
Rodamos lentamente entre los baches un largo trecho, a tientas. Las nubes
estaban bajas y de la tierra brotaba una neblina azul. Que ya no lloviera. Pasaron
unos hombres.
--¿Dónde
está la desviación al castillo?
Nos
indicaron una casa de zacate:
Nos salimos
de la blanca terracería y caímos a un camino negro. El coche todavía caminó un
poco más entre el lodazal. Luego se soltó derrapando de un lado para otro hasta
que se detuvo, cimbrándose como si lo estuvieran sacudiendo.
Salimos a
ver. El barro lo había llenado todo. Aquel coche ya no andaría. Ahora teníamos
14 km por delante para llegar hasta el castillo de Teayo. Ese era nuestro
destino.
Caminamos.
Buscando con los pies los pedazos de hierba rastrando la brecha, sopesando el
barro; resbalándonos y girando como sombras grises en medio de la gris neblina.
A nuestro
lado se traslucía la selva. Las ceibas altas, desmembradas, transparentándose a
veces. Las parotas avanzando sus raíces hasta el camino. Los otates. Gruñidos
de cosas. Palapas de palma quieta, inmóviles bajo el peso de tanta nube. Se oía
el croar de las ranas y más que ninguna otra cosa el griterío de los grillos.
Todo estaba lleno de ese ruido ininterrumpido y sin ningún silencio. Allí a
nuestro lado, espesa, goteando agua todavía, la selva de la huasteca… gruesos
goterones de agua que caían y sonaban como un resquebrajadero de ramas. Y
ningún olor a tierra. Sólo el grande, abundante y viejo olor verde de la selva.
Caminamos de
prisa hacia el poniente, como si nos impulsara la noche. El calor arreciaba. No
había aire. La niebla bajaba y subía y se descorría en delgadas desgarradura.
Luego volvía a oscurecerlo todo. Así durante más de una hora. Durante más de
dos horas.
En el
castillo de Teayo la gente estaba dormida. Parecía un pueblo muerto.
Nos
sentamos, con los pies agarrotados de cansancio, esperando a que volviera el
día, acurrucados bajo un portal, oyendo siempre el sonido cercano de aquel
sombrío mar de la Huasteca.
Poco antes
del amanecer comenzó a soplar el norte. Llegaba la neblina y se iba arrastrada
por el viento. Cuando aclaró seguían pasando nubes, en torrente, cerrando el
horizonte. Y conforme crecía la fuerza del viento el cúmulo de nubes iba
tomando más altura y avanzaba pesada y lentamente hacia las montañas.
Por el
oriente ya se distinguía una pálida claridad amarilla, despejando las orillas
de las cosas. Pero de lado de las montañas el mundo seguía siendo gris, cada
vez más gris e invisible.
Aquí, frente
a nuestros ojos, estaba el castillo. Su forma era extraña en medio de esta
soledad no turbada aún por ninguna señal de vida. Lo rodeaba la bruma que salía
como vaho de la húmeda tierra y de los mojados muros aplanados por el musgo. Y
en el musgo había rocío. Eso es lo que vimos.
Había
terminado la noche.
Entonces
apareció aquel hombre, alto, delgado, con la camisa abierta y la brava bulléndole
por el viento. Se paró frente a nosotros y comenzó a hablar:
--Aquí
vinieron a morir los dioses. Se destruyeron los estandartes en las antiguas
guerras y los portaestandartes cayeron de bruces, rotas las narices y los ojos
ciegos, enterrados en el lodo. La hierba creció sobre sus espaldas y hasta
llegó a anidar la nauyaca en el hueco de sus encogidas piernas. Allí están
ahora nuevamente, pero sin estandartes, nuevamente esclavos, nuevamente
custodios, custodiando ahora la cruz de madera del cristianismo. Se les ve
serios, los ojos apagados, las mandíbulas caídas, su boca abierta,
desmedidamente clamorosa. Alguien les ha encalado el cuerpo, dándoles la
apariencia de muertos amortajados sacados de sus sepulturas.
El hombre es
el que habla. Nosotros oímos. El hombre ese, alto, de largas canillas, que
parece estar lleno de furia-
--los
llevaré a donde están las piedras.
Y vamos con él.
El por delante, nosotros detrás. Caminamos por un arroyo de lajas grandes y
bien pulidas.
--Con estas
lajas construyeron el castillo. También sirvieron para hacer las imágenes de
los dioses. Más adelante veremos, como aprovecharon estas planchas de piedra
para dibujar historias y para hacer otras muchas cosas que ya no existen.
Eso iba
diciéndonos el hombre.
Bajo los
zalates, al borde de una cañada tupida de vegetación estaba la gran piedra. En
sus orillas crecían helechos de un verde oscuro al igual que los lugares donde
no penetra nunca el sol. Y en su parte plana, inclinada ya casi hasta tocar
tierra, había unas figuras talladas en relieve. Quizá un sacerdote guiando a
sus peregrinos, o tal vez un ejército empenachado de plumas yendo hacia la
derrota.
--Porque,
¿hacia dónde sino hacia la derrota fueron estos hombres? Pudieron vencer
algunas veces. Pudieron llevar su victoria hasta el mar. Pero ya sus pasos eran
igualados, rasados por el destino que los esperaba al final de todo, antes del
fin de sus vidas.
“Y aquí está
esta historia que no es para entenderse, sino para sentir que querían dejar
algo que fuera imperecedero, al menos.”
--Sí, está
bien—Eso decimos.
--Esta cosa
no está sola. Hay muchas. Se han llevado algunas, pero todavía quedan muchas.
Quedarán siempre. En esos cerros, en aquellos, en aquellos otros hay bastantes.
Hemos desenterrado algunas y allí han quedado. Aquí se puede decir que pasado
mañana volverán a estar enterradas, porque aquí el monte se reproduce y crece
de la noche a la mañana, y a cada rato engorda como un animal. Los llevaría a
verlas si no fuera por el pinolillo. Volvamos.
Aquí está de
nuevo el castillo. La luz del sol, ya bajo un cielo abierto, relumbra sobre sus
muros y en los escalones redondeados por los años.
Hay niños
jugando sobre la plataforma. Hoy es un buen día. Se ha ido ya el último norte y
pasará alguna semana sin que vuelva el mal tiempo.
Alguien, allá
debajo del portal, canta: “Yo tenía mi cascabel…” eso nos recuerda que estamos
en Veracruz.
Pero nos
devuelve al pasado, cruzando otra vez el tiempo, la voz del hombre:
--Vean. Aquí
están. Son los dioses de los huastecos. Vean los penachos levantados en abanico
sobre sus cabezas. Vean sus ojos. Son ojos huastecos. Sus narices ya no
existen. Fueron extirpadas por el enemigo. Esa era la señal de la derrota.
Aquella diosa se llama Centeocíhuatl; es la diosa de la germinación y de la
lluvia. Y esta otra es ella también. Quizá aquí se juntaron de distintas
regiones para venir a morir. Porque están muertos ¿No lo ven? Ahora solo tienen
el valor de las piedras.
Y nos señala
un ídolo que, agachado, forma parte del cercado en el corral de una casa.
--Me
gustaría decirles cual es el nombre de cada uno de ellos; de este o de aquel,
pero no lo sé. Nadie sabe aquí como se llaman. Pero deben tener un nombre. Ya
que los hombres lo tienen, con mayor razón los dioses. Pero no lo sé. Esa es
Centeocíhuatl, es todo lo que sé.
“Sé también
que aquí habitaron lo mejor de los huastecos. Este Castillo era el centro de su
ciudad sagrada. Cerrando los ojos puede uno imaginar el teocali mayor y los
templos menores repartidos por toda la extensión del valle. Con sus adorados
dioses allá arriba, ahora sacrificados. Y este lugar escondido fue descubierto
por las avanzadas de los mexicanos, sometiendo a sus hombres. Sin embargo,
ellos conservaron a los dioses, porque eran temerosos de los dioses.
“Antes había
habido guerras. Y las guerras entre los huastecos contra los totonacos eran
largas. Poco sangrientas, pero largas. Duraban casi se puede decir desde la
eternidad. En Tepamanchoco, allí a la orilla de la laguna, está el panteón de
los guerreros muertos. Y en Tabuco, ya junto al mar, las urnas funerarias donde
incineraban a los sacerdotes. Cada hombre o mujer tenía su lugar en este reino.
Su lugar para vivir y para morir.
“Tuxpan y
Chicontepec, y aquí ya más cerca Tihuatlán, estuvieron muchas veces cubiertos
por las hordas guerreras de los totonacos. Y el Castillo de Teayo quedaba
aislado, sin defensa ninguna, en manos de ellos. Porque los huastecos se
emborrachaban seguido y eso los perdía, y ya no servían para pelear. Pero
cuando pasado el tiempo venía el contraataque, los totonacos se ahuyentaban,
escondiéndose entre las selvas de Papantla. En esta forma recuperaban su
pueblo, pero no sin encontrar a sus dioses con las narices rotas.
“Todo esto
se acabó cuando los mexicanos se apoderaron de Cempoala, allá, muy al sur,
pegando justo en el corazón de los totonacos. Y casi en seguida cayeron sobre
Teayo, haciendo de aquí una colonia militar. Algo así como una cuña encajada
entre los dos reinos, con el fin de dividirlos mejor y acabarlos más pronto.
“Pero no
fueron los mexicanos los que dejaron esto así como está. No fueron ellos los
que mataron a los dioses, bajándolos de sus altares y despedazándolos para
después desperdigarlos como piedras inservibles por todas partes. No, los
mexicanos se fueron un día a defender su país y ya no volvieron. Quienes
acabaron con los dioses de Teayo fue esa gente que se llamó “Gente de razón” y
que hizo la conquista de estas tierras…
“…Después
fue el tiempo. La falta de Fe, porque la falta de Fe es como la falta de sangre
en las venas.
“Así, cuando
nuestros padres vinieron a vivir aquí y nos trajeron con ellos para poblar este
lugar había una ceiba bien crecida arriba del castillo, y ya no se diga lo
demás, pues estamos en mitad de la selva y la selva crece y avanza a cada rato, y engorda hora tras hora.”
Eso nos
platicó aquel hombre. Y nosotros lo oímos sentados en la cima del castillo de
Teayo, bajo las campanas, pues esto es ahora el campanario del pueblo.
Desde esta
altura se domina todo el valle. Abajo están los ídolos. Unos recostados, otros
de pie, algunos tendidos sobre la tierra. Es ya media mañana y el olor de la yerbabuena
silvestre sube penetrante hasta nosotros.
Fotografías: Juan Rulfo