lunes, 14 de noviembre de 2016

LA CREACIÓN SEGÚN KAFKA




Cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita noche   en su palacio fétido el minotauro. 
Jorge Luis Borges

Acabado el espectáculo de todas las noches, Arlequín, sombrío, terminó como siempre mirándose al espejo. Una palomilla nocturna se posó en su cara. Inmutable dejó que el insecto caminará sin temor en la frente arrugada por tanto maquillaje de años. Dos lágrimas de sal como las que lloran la gaviotas, rodaron por el rostro cubierto con polvos de arroz. Gotas diminutas que corrieron veloces hasta empapar el pecho inmóvil.

Un girasol enorme incubó en su garganta, y al tratar de rotar buscando la luz, las raíces desorientadas se desparramaron furiosas y le brotaron a través del ombligo.

La palomilla voló perturbada hasta quemarse en el quinqué de la esquina. Un chispazo púrpura despertó al bufón de su duermevela. Presuroso se despintó la máscara de siempre, la cara blanca y los labios profundamente rojos, se desabrochó la gorguera con escarolas y los puños almidonados; con trabajo se movió para quitarse el traje ajustado de cuadros azules y negros, y las chinelas gastadas.

Desnudo salió a bañarse con la luz fría de la luna. Los pectorales se tensaron y las tetillas quedaron rígidas, erectas. Sus grandes manos se abrieron como abanicos llenos de felicidad y el cuello se agrandó hasta que las venas se hicieron visibles. A lo lejos escuchó los crótalos de las bailarinas que trajeron de la Rusia imperial y sonrió eufórico. Espabilado siguió corriendo en un laberinto interminable como el de Creta, con sus paredes de arcilla y el suelo de tierra firme apisonada. Sus muslos de atleta estaban abultados y los pies enormes dejaban huellas fáciles de encontrar.

Salió exhausto, se tiró al suelo sin poder moverse, boqueando por la falta de aire. Una pelusa parda y maloliente de animal cerrero comenzó a cubrirlo, su boca se ensanchó en un hocico lleno de baba, y dos enormes cuernos puntiagudos le brotaron de las sienes. La luna muda como siempre, bañó con exquisitez su cuerpo arqueado. Arlequín, aún alcanzó a ver la palomilla achicharrarse en el quinqué de la esquina. Agónico bramó con furia convertido en Minotauro.

José González Gálvez 

Junio de 2014



domingo, 6 de noviembre de 2016

CASTILLO DE TEAYO

Un farol nos detiene. Un farol rojo que expande su luz y se balancea frente a nosotros. Sólo se ve el farol, la lluvia y la noche cierran la carretera. “¿Qué quieren esos? ¿Dónde estamos?”.

El farol se acerca y alguien, allá en el fondo de la oscuridad, nos dice: “¡Bajen sus luces!¡Favor!¡Favor de hacerse a un lado!”.

La lluvia golpea ahora más fuerte, en ráfagas blancas, mezcladas con neblina.
Por la ventanilla abierta se asoma una cara extraña, como de cobre: “No se puede seguir más allá – dice. Se ha derrumbado el paredón en Mata Oscura. No hay paso. Eso es todo. Pueden volverse a poza rica o quedarse aquí. Como quieran”.

Es un soldado. Detrás de él está un rifle por el que escurre el agua en hilos brillantes.
--¿Dónde estamos?¿Qué lugar es este?

Nada. El soldado ha desaparecido.

Se hace un claro en la niebla. Un agujero por donde entra una luz anaranjada como de amanecer, hacia atrás de nosotros. Esa es poza rica. No estamos lejos. Me bajo del automóvil. El volante ha estado en mis manos muchas horas. Se siente pegajoso y resbala con este calor húmedo. Recorro bajo la lluvia una larga fila de coches y camiones que parecen dormidos, ladeados sobre la cuneta. Voy hasta donde está el farol. Pregunto:

--Ese derrumbe…

Diga usted—me interrumpe.

--,.. está más allá de Tihuatlán o antes?

-- Más allá.  En Mata Oscura.

-- Bueno. Déjenos pasar. Nosotros vamos a Tihuatlán.

--Aquí es Tihuatlán--- y señala a su izquierda, hacia la negra noche. Aquí mero es.

--Entonces… podemos seguir, ¿no?

-- Para allá no. Para acá, sí. Ya le dije.

La lluvia escampa. Los faros del automóvil buscan hacia la izquierda y descubren algunas casas entre los matorrales. Aún lado, un camino encharcado.

--¿Este es el camino?

--El camino de Álamo. Sí señor.

-- Pero es que nosotros vamos al camino de Teayo.

--Es igual. Allí adelantito está la desviación.

Entramos. Rodamos lentamente entre los baches un largo trecho, a tientas. Las nubes estaban bajas y de la tierra brotaba una neblina azul. Que ya no lloviera. Pasaron unos hombres.

--¿Dónde está la desviación al castillo?

Nos indicaron una casa de zacate:

--Allí.

--Bien. Muchas gracias.

Nos salimos de la blanca terracería y caímos a un camino negro. El coche todavía caminó un poco más entre el lodazal. Luego se soltó derrapando de un lado para otro hasta que se detuvo, cimbrándose como si lo estuvieran sacudiendo.

Salimos a ver. El barro lo había llenado todo. Aquel coche ya no andaría. Ahora teníamos 14 km por delante para llegar hasta el castillo de Teayo. Ese era nuestro destino.

Caminamos. Buscando con los pies los pedazos de hierba rastrando la brecha, sopesando el barro; resbalándonos y girando como sombras grises en medio de la gris neblina.

A nuestro lado se traslucía la selva. Las ceibas altas, desmembradas, transparentándose a veces. Las parotas avanzando sus raíces hasta el camino. Los otates. Gruñidos de cosas. Palapas de palma quieta, inmóviles bajo el peso de tanta nube. Se oía el croar de las ranas y más que ninguna otra cosa el griterío de los grillos. Todo estaba lleno de ese ruido ininterrumpido y sin ningún silencio. Allí a nuestro lado, espesa, goteando agua todavía, la selva de la huasteca… gruesos goterones de agua que caían y sonaban como un resquebrajadero de ramas. Y ningún olor a tierra. Sólo el grande, abundante y viejo olor verde de la selva.

Caminamos de prisa hacia el poniente, como si nos impulsara la noche. El calor arreciaba. No había aire. La niebla bajaba y subía y se descorría en delgadas desgarradura. Luego volvía a oscurecerlo todo. Así durante más de una hora. Durante más de dos horas.

En el castillo de Teayo la gente estaba dormida. Parecía un pueblo muerto.
Nos sentamos, con los pies agarrotados de cansancio, esperando a que volviera el día, acurrucados bajo un portal, oyendo siempre el sonido cercano de aquel sombrío mar de la Huasteca.

Poco antes del amanecer comenzó a soplar el norte. Llegaba la neblina y se iba arrastrada por el viento. Cuando aclaró seguían pasando nubes, en torrente, cerrando el horizonte. Y conforme crecía la fuerza del viento el cúmulo de nubes iba tomando más altura y avanzaba pesada y lentamente hacia las montañas.

Por el oriente ya se distinguía una pálida claridad amarilla, despejando las orillas de las cosas. Pero de lado de las montañas el mundo seguía siendo gris, cada vez más gris e invisible.

Aquí, frente a nuestros ojos, estaba el castillo. Su forma era extraña en medio de esta soledad no turbada aún por ninguna señal de vida. Lo rodeaba la bruma que salía como vaho de la húmeda tierra y de los mojados muros aplanados por el musgo. Y en el musgo había rocío. Eso es lo que vimos.

Había terminado la noche.

Entonces apareció aquel hombre, alto, delgado, con la camisa abierta y la brava bulléndole por el viento. Se paró frente a nosotros y comenzó a hablar:

--Aquí vinieron a morir los dioses. Se destruyeron los estandartes en las antiguas guerras y los portaestandartes cayeron de bruces, rotas las narices y los ojos ciegos, enterrados en el lodo. La hierba creció sobre sus espaldas y hasta llegó a anidar la nauyaca en el hueco de sus encogidas piernas. Allí están ahora nuevamente, pero sin estandartes, nuevamente esclavos, nuevamente custodios, custodiando ahora la cruz de madera del cristianismo. Se les ve serios, los ojos apagados, las mandíbulas caídas, su boca abierta, desmedidamente clamorosa. Alguien les ha encalado el cuerpo, dándoles la apariencia de muertos amortajados sacados de sus sepulturas.

El hombre es el que habla. Nosotros oímos. El hombre ese, alto, de largas canillas, que parece estar lleno de furia-

--los llevaré a donde están las piedras.

Y vamos con él. El por delante, nosotros detrás. Caminamos por un arroyo de lajas grandes y bien pulidas.

--Con estas lajas construyeron el castillo. También sirvieron para hacer las imágenes de los dioses. Más adelante veremos, como aprovecharon estas planchas de piedra para dibujar historias y para hacer otras muchas cosas que ya no existen.

Eso iba diciéndonos el hombre.

Bajo los zalates, al borde de una cañada tupida de vegetación estaba la gran piedra. En sus orillas crecían helechos de un verde oscuro al igual que los lugares donde no penetra nunca el sol. Y en su parte plana, inclinada ya casi hasta tocar tierra, había unas figuras talladas en relieve. Quizá un sacerdote guiando a sus peregrinos, o tal vez un ejército empenachado de plumas yendo hacia la derrota.

--Porque, ¿hacia dónde sino hacia la derrota fueron estos hombres? Pudieron vencer algunas veces. Pudieron llevar su victoria hasta el mar. Pero ya sus pasos eran igualados, rasados por el destino que los esperaba al final de todo, antes del fin de sus vidas.

“Y aquí está esta historia que no es para entenderse, sino para sentir que querían dejar algo que fuera imperecedero, al menos.”

--Está bien.

--Sí, está bien—Eso decimos.

--Esta cosa no está sola. Hay muchas. Se han llevado algunas, pero todavía quedan muchas. Quedarán siempre. En esos cerros, en aquellos, en aquellos otros hay bastantes. Hemos desenterrado algunas y allí han quedado. Aquí se puede decir que pasado mañana volverán a estar enterradas, porque aquí el monte se reproduce y crece de la noche a la mañana, y a cada rato engorda como un animal. Los llevaría a verlas si no fuera por el pinolillo. Volvamos.

Aquí está de nuevo el castillo. La luz del sol, ya bajo un cielo abierto, relumbra sobre sus muros y en los escalones redondeados por los años.

Hay niños jugando sobre la plataforma. Hoy es un buen día. Se ha ido ya el último norte y pasará alguna semana sin que vuelva el mal tiempo.

Alguien, allá debajo del portal, canta: “Yo tenía mi cascabel…” eso nos recuerda que estamos en Veracruz.

Pero nos devuelve al pasado, cruzando otra vez el tiempo, la voz del hombre:

--Vean. Aquí están. Son los dioses de los huastecos. Vean los penachos levantados en abanico sobre sus cabezas. Vean sus ojos. Son ojos huastecos. Sus narices ya no existen. Fueron extirpadas por el enemigo. Esa era la señal de la derrota. Aquella diosa se llama Centeocíhuatl; es la diosa de la germinación y de la lluvia. Y esta otra es ella también. Quizá aquí se juntaron de distintas regiones para venir a morir. Porque están muertos ¿No lo ven? Ahora solo tienen el valor de las piedras.

Y nos señala un ídolo que, agachado, forma parte del cercado en el corral de una casa.

--Me gustaría decirles cual es el nombre de cada uno de ellos; de este o de aquel, pero no lo sé. Nadie sabe aquí como se llaman. Pero deben tener un nombre. Ya que los hombres lo tienen, con mayor razón los dioses. Pero no lo sé. Esa es Centeocíhuatl, es todo lo que sé.

“Sé también que aquí habitaron lo mejor de los huastecos. Este Castillo era el centro de su ciudad sagrada. Cerrando los ojos puede uno imaginar el teocali mayor y los templos menores repartidos por toda la extensión del valle. Con sus adorados dioses allá arriba, ahora sacrificados. Y este lugar escondido fue descubierto por las avanzadas de los mexicanos, sometiendo a sus hombres. Sin embargo, ellos conservaron a los dioses, porque eran temerosos de los dioses.

“Antes había habido guerras. Y las guerras entre los huastecos contra los totonacos eran largas. Poco sangrientas, pero largas. Duraban casi se puede decir desde la eternidad. En Tepamanchoco, allí a la orilla de la laguna, está el panteón de los guerreros muertos. Y en Tabuco, ya junto al mar, las urnas funerarias donde incineraban a los sacerdotes. Cada hombre o mujer tenía su lugar en este reino. Su lugar para vivir y para morir.

“Tuxpan y Chicontepec, y aquí ya más cerca Tihuatlán, estuvieron muchas veces cubiertos por las hordas guerreras de los totonacos. Y el Castillo de Teayo quedaba aislado, sin defensa ninguna, en manos de ellos. Porque los huastecos se emborrachaban seguido y eso los perdía, y ya no servían para pelear. Pero cuando pasado el tiempo venía el contraataque, los totonacos se ahuyentaban, escondiéndose entre las selvas de Papantla. En esta forma recuperaban su pueblo, pero no sin encontrar a sus dioses con las narices rotas.

“Todo esto se acabó cuando los mexicanos se apoderaron de Cempoala, allá, muy al sur, pegando justo en el corazón de los totonacos. Y casi en seguida cayeron sobre Teayo, haciendo de aquí una colonia militar. Algo así como una cuña encajada entre los dos reinos, con el fin de dividirlos mejor y acabarlos más pronto.

“Pero no fueron los mexicanos los que dejaron esto así como está. No fueron ellos los que mataron a los dioses, bajándolos de sus altares y despedazándolos para después desperdigarlos como piedras inservibles por todas partes. No, los mexicanos se fueron un día a defender su país y ya no volvieron. Quienes acabaron con los dioses de Teayo fue esa gente que se llamó “Gente de razón” y que hizo la conquista de estas tierras…

“…Después fue el tiempo. La falta de Fe, porque la falta de Fe es como la falta de sangre en las venas.

“Así, cuando nuestros padres vinieron a vivir aquí y nos trajeron con ellos para poblar este lugar había una ceiba bien crecida arriba del castillo, y ya no se diga lo demás, pues estamos en mitad de la selva y la selva crece y avanza  a cada rato, y engorda hora tras hora.”

Eso nos platicó aquel hombre. Y nosotros lo oímos sentados en la cima del castillo de Teayo, bajo las campanas, pues esto es ahora el campanario del pueblo.
Desde esta altura se domina todo el valle. Abajo están los ídolos. Unos recostados, otros de pie, algunos tendidos sobre la tierra. Es ya media mañana y el olor de la yerbabuena silvestre sube penetrante hasta nosotros.

Juan Rulfo 1950’s




Fotografías: Juan Rulfo