No existe acto más solemne que el estertor agónico.
Akira Kurosawa: Barbarroja
Para Teresa y Emilia, amigas entrañables, fingidas
Marquesas de Sade.
Tengo sueño y pronto,
muy pronto todo quedará inconcluso como siempre. Rosamunda me tocó el hombro y
lentamente me di vuelta para verla. Tenía puesto el vestidito azul que tanto me
gustaba, sus botitas de piel, el sombrero de paja, el delantal impecable con
sus bolsas delanteras hinchadas, colmadas de hojas podridas y pétalos
corrompidos. Sus manos me acariciaron las mejillas. Desperté sobresaltado, eran
las ocho menos veinte. Aún sentía los párpados pesados y la habitual
somnolencia de todas las mañanas. El dolor de cabeza, puntual como siempre, se
instaló a sus anchas. Apreté el botón para no escuchar el ruido destemplado del
reloj alarma. Intenté seguir durmiendo. Cerré los párpados lentamente y conté
de cinco en cinco hasta lograr el sosiego de mi vigilia terriblemente
atormentada. Me dormí. Cuando las oscilaciones Rem se normalizaron acudieron a mi sueño sosegado un cúmulo de
imágenes en cámara lenta, dibujos aberrantes de pájaros abiertos y llenos de
larvas viscosas.
Rosamunda marchaba
delante de mí, radiante, fresca, tarareando rondas infantiles. En sus manos
llevaba un reloj de leontina, un compás de agrónomo y una esfera de cristal. La
seguía de cerca como se lo había prometido. El bosque tupido, espeso y oscuro,
pesado y taciturno, simulaba una escenografía gótica. Un silencio profundo lo
embargaba hasta que se vio interrumpido por un bullicio enorme, un estrépito de
gorriones ciegos. Frente a nosotros estaba un gigantesco toro negro en actitud
de acecho. En sus ojos había una furia incontenible. Una cólera que traspiraba
a través de su áspero pelaje.
Ella había enmudecido.
Inmovilizada por el pánico, resignada como vestal exangüe, se ofreció al
holocausto. Los gorriones revolotearon agónicos.
Desperté bañado en
sudor, boqueando, imposibilitado para hablar. Me temblaba todo el cuerpo. No
pude contenerme y me oriné en la cama. Todo sucedió en la madrugada de un
miércoles. La pesadilla volvió a repetirse como un engranaje turbio.
Han pasado exactamente
dos meses desde que inicio mi martirio. He sentido un líquido cáustico que me
destruye el cerebro. Un reguero de cristales que se me incrustan poco a poco.
Una noche sin poderme contener entré a la habitación de Rosamunda. Acostado, sin
encender la luz me abracé a sus almohadas y a tientas busqué su camisón.
Tallándome el pene aspiré el aroma frutal de su cuerpo atrapado en el satén
blanco.
Otra noche, en el
cuarto sórdido de un motel, mi amante estaba vestida con el camisón robado. Mirándola
consumido de placer tomé un látigo y comencé a golpearla sin piedad. Ella gemía
de placer. Iracundo la penetré salvajemente. A cada movimiento animal, sus
espasmos cargados de ansiedad me irritaban. Me retiré enloquecido, metí mis
dedos en su vagina trémula y con las uñas la desgarré hasta que sangró. Ella
gritaba extasiada.
Me besó en la frente.
Quedamos huérfanos desde pequeños y ella ocupó el lugar de nuestra madre. La
amé con vehemencia, con una obstinación morbosa. Rosamunda creció ante mis ojos,
se transformó en la mujer que no debía de ser. Encolerizado empecé a espiarla a
cada momento. Cuando la vi desnuda me sentí enfermo, la miré con repugnancia al
descubrirle vello entre los muslos.
En el periódico habían
pronosticado tormenta. Mi hermana estaba acostada desde temprano. Sin hacer
ruido entré a su habitación. Alumbrado por el velador de la cómoda, su cuerpo
resplandecía hierático, sublime, poblado de tonos metálicos. Tomé una de sus
manos y la amarré a un extremo de la cama, al tomar la otra mano despertó
atontada y sin coordinar los movimientos se dejó amarrar dócilmente, cuando
terminé con el segundo pie no podía moverse, quiso gritar pero se lo impedí
cubriéndole la boca con un esparadrapo. En sus pupilas dilatadas se dibujaba el
pánico. La acaricié con ternura el cabello tratando de tranquilizarla.
Complacido me senté a su lado y lentamente con hilo y aguja empecé a cocerle
los labios de la vulva. La televisión no tenía imágenes ni sonido, un cúmulo de
puntos luminosos bombardeaban sin misericordia la pantalla. Creí ver a través
del cristal de la ventana el vuelo de un gorrión desorientado.
Desde aquí escucho como
las ratas carcomen la madera podrida. Los caracoles han formado nidos bajo mis
axilas lampiñas. Los gusanos se arrastran a través de mi boca sin labios y de
mis cuencas vacías. El calcio de mis huesos invade la raíz de la mandrágora.
Estoy cansado de llamar a Rosamunda; nunca me responde. Mis palabras son un
remedo de voz, mi conciencia es un atisbo de agonía, mis sueños son una copia
de la muerte.
José González Gálvez
Ciudad de México
diciembre de 1990