Rafita se revolvió en la
cama. Convulso, jadeante, húmedo, dejó que su mirada se blanqueara como el
mármol mientras le lamian los pies. Hacía cuatro meses que se había topado con
un extranjero en la pantalla de su laptop.
Febril por su hallazgo, descuidó la
retaguardia de su verdadera misión de sometimiento y esclavitud, en ese espacio
sin límites de la cibernética. Noche tras noche, Rafita y el extranjero, se
daban cita como amantes furtivos frente a un cristal de luz, que reproducía
nítidamente sus rostros. Se veían, hablaban, hacían gestos, bromeaban, se
comparaban y medían, recordaban desamores, ocasionalmente se ponían
tristes porque sus secretos más
recónditos quedaban libres y se abrían como flores misteriosas que han
permanecido recluidas en un invernadero. Sin darse cuenta, sin sospecharlo
siquiera, ambos quedaron atrapados en
los lazos invisibles de una complicidad secreta. Crecieron como raíces en lo
más profundo del corazón. Un otoño memorable, el extranjero salió sin
contratiempo alguno de la pantalla fluorescente.
Regresó esa tarde del
trabajo, abatido como siempre, por la incertidumbre de una soledad perniciosa
que le mordía los intestinos. Se quitó el pullover y el polo, en silencio
caminó hasta la recámara. Antes de entrar se acordó que había dejado encendida
la computadora, pero ya no pudo hacer más conjeturas, porque se sobresaltó al
encontrar sobre su cama el cuerpo desnudo de un hombre que no lo miraba, solo
se concretaba a nadar entre la colcha y las almohadas, izando como velamen un
par de nalgas redondas. Rafita no daba crédito a lo que veía, enmudecido dejaba
que el agua de una mar insólita mojara sus pupilas. Lentamente se fue quitando
el resto de la ropa hasta quedar también desnudo. Como buzo se sumergió en ese
océano recién descubierto y sucumbió dócilmente al canto de las sirenas.
Su
vecina, una solterona intrigante, lo encontró varado en los pasillos del
edificio.
José González Gálvez
Enero de 2014