Tengo casi cinco días de
compartir mi departamento con una mariposa agorera, llegó sin avisarme una
noche lluviosa, y efectivamente esperaba un amigo para cenar. Sobrevoló un poco
cuando entró Adrián portando una botella de vino tinto que estuvo a punto de
tirar, tratando de quitársela porque ya la imaginaba sobre su cabeza. Se posó
tranquilamente en una esquina cerca del cortinero y ya no se movió para nada.
Mi invitado se marchó después de casi seis horas, y mi nueva inquilina ni se
inmutó. Cerré la puerta, levanté lo de la mesa, fui a la cocina, apagué las
luces, y me encerré en la recámara, esa noche dormí a pierna suelta como suelen
decir.
Con el trajín diario no me
acordé de mi visita inesperada, fue hasta la noche, cuando llegué al
departamento que la busqué instintivamente, ahí estaba, no se había movido ni
un ápice, hasta llegué a pensar que se había muerto y estaba atorada en las
pinzas de la cortina. Como estaba muy cansado me fui directo a la cama.
A la mañana siguiente me
estaba preparando un jugo, cuando noté que mi invitada estaba volando
tranquilamente como reconociendo su nuevo entorno. Y sin prisas me acompañó
durante el desayuno. Ya en confianza la bauticé con el nombre de Caliope, y
creó le gustó su nuevo apelativo porque voló más bajo y muy cerca de mí. De que
se alimenta, lo ignoro, de todos modos dejo por todos lados platitos con agua
azucarada.
Ahora Caliope se posó en la
puerta de la recámara y no se mueve para nada. Ya la observé detenidamente, sus
alas extendidas son parduscas atigradas, con manchas negras y blancas, no tiene
antenas, creo las perdió al chocar contra alguna pared perseguida por un
depredador humano, las patas ligeramente en ángulo recto están detenidas en la
madera. Ya no tengo necesidad de cerrar la puerta, se que Caliope me cuida con
esmero, y créanme duermo plácidamente.
José González Gálvez
Julio 20 de 2013
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