Introducción
El rostro sereno
rodeado de una corona de pelo llameante, y la cáscara rota, enclavijada, cosida
y deteriorada que otrora contuvo a Frida Kahlo, se entregaron al fuego
crematorio. Las llamas que calentaban la mesa de hierro que se convirtió en su
cama postrimera reemplazaron la carne sin vida por la pureza de las cenizas y
consumieron el cuerpo traidor que contenía su espíritu. Esta imagen
incandescente de su muerte no es menos real que los retratos de su vida. Cuando
sus humeantes cenizas apenas empezaban a enfriarse. Las tinieblas descendieron
sobre su nombre, sus pinturas y su breve devaneo con la fama. Frida se tornó en
un comentario al margen, un <talento prometedor> condenado a languidecer
eternamente bajo la sombra de su esposo, el célebre muralista mexicano Diego
Rivera, o como afirmó con un bostezo un crítico de arte del New York Times al referirse a una de sus
obras: <…una pintura de una de las ex esposas de Rivera>.
Frida Kahlo debió morir treinta años antes
en un espantoso accidente, pero su cuerpo perforado y despedazado se mantuvo
unido el tiempo suficiente para crear una leyenda y una colección de obras que
resucitarían treinta años más tarde. Sus pinturas comenzarían a fulgurar en un
mundo nuevo que se encontraba preparado para reconocer y acepar sus ofrendas.
Ellas constituían un diario visual, una manifestación externa en su diálogo
íntimo, diálogo que muchas veces fue, más bien, un grito de dolor. Sus pinturas
dieron forma a recuerdos, paisajes de la imaginación, escenas vislumbradas y
rostros observados. La gama de colores simbólicos que utilizó logro que la
locura (el amarillo) y la claustrofóbica prisión de yeso y de corsés de acero
se mantuvieran a prudente distancia. Su vocabulario personal, constituido de
imágenes icónicas, devela algunas claves de cómo ella devoraba la vida, amaba,
odiaba y percibía la belleza. Sus obras —aderezadas con palabras, páginas de su
diario y recuerdos de sus contemporáneos— nos gratifican ofreciéndonos momentos
de una existencia vivida a un galope fracturado, que llegó a su fin
—posiblemente— por voluntad propia y que dejó un valeroso autorretrato
compuesto, suma de todas sus partes.
El pintor y la persona son una entidad
inseparable; no obstante, Frida llevó innumerables máscaras. Sobresalía en
todas las reuniones con sus amigos cercanos gracias a sus comentarios
ingeniosos e indiscretos; a su singular identificación con los campesinos
mexicanos y, a la vez, a su distancia respecto a ellos; y a sus burlas de los
europeos y las posturas que asumían bajo distintos rótulos —Impresionismo,
Postimpresionismo, Expresionismo, Surrealismo, Realismo socialista, etcétera—,
en busca de dinero, de mecenas acaudalados o de un puesto en las academias. Sin
embargo, cuando sintió que su obra había madurado, quiso obtener el
reconocimiento personal y el de aquellas pinturas que alguna vez había regalado
en calidad de recuerdos. Aquello que había comenzado como un pasatiempo no
tardo en usurpar su vida. Frida salpicaba sus conversaciones con expresiones de
la jerga callejera y con groserías que no dejaban traslucir su corta estatura,
su educación católica y el afecto que sentía por las costumbres tradicionales
mexicanas. En una ocasión, mientras daba un paseo por una calle neoyorquina
llevando su traje rojo de tehuana, joyas con incrustaciones de jades milenarios
y un rebozo escarlata sobre sus hombros, un niño se le acercó para preguntarle:
<¿El circo está en la ciudad?>. Ella era en sí misma una exposición
andante, una colección dadaísta de contradicciones.
Su vida anterior oscilaba entre la euforia
y la desesperación, mientras luchaba prácticamente sin pausa contra el dolor
que le causaban las lesiones en su columna vertebral, espalda, y pierna y pie
derechos; así como las enfermedades micóticas, las infecciones producidas por
sus varios abortos y los continuos tratamientos experimentales de sus médicos.
La única alegría constante de su vida fue Diego Rivera, su príncipe rana, un
comunista obeso de ojos saltones y pelo alborotado que gozaba de la reputación
de donjuán. Ella soportó sus infidelidades y se desquitó teniendo sus propias
aventuras amorosas en tres continentes, tanto con hombres robustos como con
atractivas mujeres. Pero al final, Diego y Frida siempre volvían uno al lado
del otro, como dos animales heridos, desgarrados por el arte, la política y sus
temperamentos explosivos, unidos por el frágil lazo rojo de su amor.
Sus pinturas sobre metal, madera y lienzo,
con sus perspectivas planas que evocaban el muralismo, bordes toscos e
impenitentes trazos de color local, reflejaban la influencia de Diego Rivera.
Pero mientras él pintaba sólo es aspecto superficial de las cosas, ella se
extraía las entrañas para convertirse en el tema principal de su obra. En la
década de 1940, cuando su dominio de la técnica y la madura comprensión de su
expresión artística se hicieron más agudos, su pérfido cuerpo la traicionó y la
despojó de la capacidad de plasmar las imágenes que brotaban de su agotada
psique. Poco después no le quedó más consuelo que los analgésicos y una botella
diaria de brandi.
Diego se mantuvo a su lado en los últimos
días, así como aquel México que tanto tardó en darse cuenta del valor del
tesoro con que contaba. Su tierra natal sólo le otorgó su reconocimiento en los
postreros años de su vida. La única exposición individual de Frida en México
recorrió el breve ciclo de 47 años de su existencia desde el momento mismo de
su nacimiento. Cuando murió, los ojos de aquella vida extinguida se quedaron
para observarnos desde el otro lado del marco con su mirada directa y
desafiante.
Gerry Souter
EDIMAT LIBROS S.A. 2018